IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBÉNIZ
ARQUITECTURA

Los espacios de la exclusión

La arquitectura y el urbanismo son un reflejo espacial de lo que pensamos que somos, o de lo que deseamos ser. Las formas de la arquitectura y de la urbe nos llevan ante un espejo. Los meses que hemos pasado en casa por la pandemia, y aquellos que nos quedan por delante, han hecho que veamos nuestros hogares y su extensión, las plazas, parques y espacios públicos, de un modo distinto. Hemos probado en carnes lo que es la percepción del espacio a través del miedo –miedo a la enfermedad, al contagio, al otro-, así como hemos experimentado la exclusión y separación social y espacial.

Es justo virar la mirada y mirar los espacios marginales que tienen la exclusión y separación incrustada en su mismo origen. Ya al inicio de la segunda ola, las cárceles del Estado español afrontaban un grave problema de contagio –19 brotes en cárceles, a mediados de septiembre–, con una población carcelaria en muchas ocasiones de gran riesgo, por la cantidad de reclusos inmunodeprimidos existentes.

Qué duda cabe que el diseño de los espacios carcelarios contribuye a la experiencia del preso en prisión, y sirve como telón de fondo, a veces como ayuda y otras como obstáculo, para un proceso social de teórica reinserción. No obstante, siendo una tipología edificatoria pública, junto con las sanitarias, con más presupuesto destinado, en muy pocas ocasiones se relacionan estas obras con nombres propios de arquitectos.

Puede que para muchos no sea un encargo apetecible. La asociación estadounidense Arquitectos, Diseñadores y Urbanistas por la Responsabilidad Social hacía una petición al Instituto Americano de Arquitectura para que prohibiera la práctica profesional de sus inscritos en el diseño de espacios «para la muerte, tortura o tratamiento cruel, inhumano o degradante», del mismo modo que la Asociación Médica Americana prohíbe a sus miembros participar en procesos de pena de muerte.

Sin embargo, el arquitecto es necesario. El estudio de arquitectura liderado por el catalán Roger Páez Blanch, AiB Arquitectes, firmó en 2012 la obra del Centro Penitenciario Mas d’Enric. En la reflexión que acompañaba al proyecto se pone de manifiesto la incomodidad de la idea misma de la cárcel, ya que programáticamente para el arquitecto supone un esfuerzo, puesto que debe de equilibrar dos conceptos, en principio, contrarios: se debe de crear un espacio que confine, que excluya, pero al mismo tiempo se debe de crear un espacio que reinserte, que restituya. Todo esto, claro está, aderezado con una cantidad ingente de normativa, requisitos programáticos y técnicas para crear un espacio represivo que se remonta al sistema panóptico de la cárcel de Gante en el año 1773 y posteriormente al modelo teórico recogido en la obra Le Panoptique, de Jeremy Bentham en 1780, en el que se postulaba un modelo espacial que permitía la vigilancia, desde un solo punto, de todos los presos de un pabellón.

Así pues, el AiB Arquitectes se encontraba con el problema de querer hacer un espacio abierto en un perímetro cerrado. Una de las estrategias utilizadas fue la de huir de la monotonía en las composiciones, haciendo que la cubierta se convirtiera en una suerte de topografía artificial, que rompiera la monotonía de las grandes perspectivas, haciendo un guiño a la naturaleza circundante. A ese concepto lo denominaron “vibración”, y tenía como propósito conseguir riqueza espacial y perceptiva.

Otra estrategia utilizada consistía en reducir al máximo la altura de los bloques, ocupando más superficie y creando más patios internos, con mayor variedad tipológica y, de nuevo, huyendo de una peligrosa monotonía.

El sistema estadounidense. Si nos fijamos en Estados Unidos, podremos ver el vector donde una gran parte del mundo se está dirigiendo. Desde los años 90, la población carcelaria ha crecido un 900%, siendo el país que, por delante solo de El Salvador, ocupa el primer ranking mundial de tasa de personas en prisión en el mundo por 100.000 habitantes. Una dura política judicial, penas muy elevadas y una falta absoluta de políticas orientadas a la reinserción alimentan en Estados Unidos una especie de quinto mundo, con más de dos millones de personas encerradas, realizando trabajos como reparación de carreteras, cosechas en el campo, fabricación de muebles… Se calcula que la mitad de los estadounidenses encarcelados pasan toda la duración de su condena trabajando. Este trabajo se cobra a 20-30 centavos por hora, un sueldo paupérrimo. La exclusión llevada al paroxismo, hasta llegar a un extremo parecido a la esclavitud.