Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Proteger

Es de todos conocido el famoso diálogo entre libertad y seguridad. En estas fechas más que nunca podemos vivirlo en nuestra propia piel, con tantas posturas como personas a la hora de establecer el tanto por ciento de una y otra que permita a la vida continuar. Sin embargo, esta dicotomía no solamente es visible aquí, es un dilema que, de manera diferente, también está presente en la crianza de los hijos, la atención a personas dependientes o el cuidado de la salud en general.

¿Cuánto permitiríamos a un niño de tres años explorar sin intervenir? ¿Y cuánto a una chavala de catorce? ¿Qué límites pondríamos a una pareja que fuma más de lo que le conviene y nos conviene? ¿Cuánta supervisión sería razonable sobre una persona con movilidad drásticamente reducida que quiere ocuparse de su higiene sin que nadie intervenga? En fin, podríamos colocar aquí multitud de preguntas sin una respuesta universal pero que nos hacen pensar en el papel que casi todas las personas tendremos que asumir en algún momento, el papel de cuidar, proteger, alentar, acompañar en el crecimiento. Quizá una de las tareas principales de quien hace esto sea sintonizarse con la persona con quien está relacionada, es decir, ser capaz de entender no solo la experiencia de la otra persona, empáticamente, de pensar “ese podría ser yo, ¿qué sentiría, pensaría, necesitaría entonces?”, sino también sintonizar con los recursos que dicha persona realmente tiene.

Ser un niño no implica no saber cómo protegerse en ciertos niveles, o ser una adolescente de catorce años tampoco implica no saber que ciertas situaciones pueden ser peligrosas. Probablemente, quien esté leyendo esto, pueda imaginarse un montón de circunstancias en las que esto no es así, pero justo ahí radica la cuestión. ¿Cómo poder aportar para cuando no estemos observando, cuando no podamos o debamos intervenir? El crecimiento es un buen escenario para hablar de esto. Nosotros, nosotras, al mirar a la vulnerabilidad de una hija, por ejemplo, independientemente de la edad que tenga aún podemos recordar lo frágil que fue, y no solo eso, también lo frágiles que nosotros fuimos a su edad o en otras anteriores y los peligros que tuvimos que afrontar.

Es inevitable mirar con nuestros ojos a una realidad nueva, por lo que la persona que está ahí, esta hija, necesita de nosotros tanto que usemos nuestra experiencia como recurso, como que sepamos que ella se va a enfrentar a un mundo que no conocemos del todo, diferente a lo que vivimos. El vértigo que da esto es lo que a muchos padres les coloca en una posición rígida, como si su insistencia fuera a convertir el mundo de esta niña nacida treinta años después, en aquel que él o ella vivió, intentando así que sirvan las mismas cosas.

Quizá lo más difícil es actualizar, a medida que pasa el tiempo, la mirada sobre un chico que crece, o una chica que empieza a tener sus primeros novios. Sin embargo, la única manera de que permanezca con ellos lo que nos empeñamos en transmitirles, es que lo cojan. Y esto es aplicable no solo a los hijos, sino también a otras personas que dependen de nosotros y a quienes queremos influir para su cuidado.

Por mucho que pensemos que sabemos, el respeto a los recursos del otro, en la medida que los tenga, su validación al margen de los límites que haya que poner, en definitiva una relación de consideración, hará posible la apertura de un canal en el que el otro, la otra, cogerá lo que pueda. Y debemos saber, que no todo lo nuestro va a valer en el mundo al que van. Siempre ha sido así.

Quizá las generaciones avanzan porque tienen que inventarse la manera en la que afrontar aquello para lo que lo anterior no funciona. Confiar en su capacidad de resolver, innata, más allá de que aún no se haya desarrollado del todo, es una manera de apoyar su agencia en el futuro para regir su propia vida y cambiar las cosas.