Zahida Membrado
En estado de emergencia

El Líbano, crónica de un descenso a los infiernos

El fin del combustible ha paralizado literalmente el país de los cedros. Sin electricidad, calles y hogares están a oscuras 24 horas al día. Los frigoríficos no funcionan. La comida se pudre. Los fármacos se han agotado. El transporte público y privado ha suspendido su actividad. Los comercios bajan la persiana. Internet se corta. El 60% de la población vive en la pobreza. En tan solo dos años, el país ha descendido a los infiernos.

Como en las películas, el reloj marca la hora exacta en la que el 4 de agosto de 2020 el tiempo se paró: 18.07. Aquel día, Roy Hayek se encontraba en su casa y no sufrió heridas. Pero su refugio, la tienda de música que regenta desde hace 40 años y donde almacena más de 14.000 discos, recibió de lleno el impacto de la macro explosión. Perdió cintas irrecuperables, de artistas desconocidos, «aquellas que los europeos buscaban cuando viajaban a Beirut y sabían de la existencia de mi tienda», explica mientras fuma, un cigarro tras otro.

La detonación de más de 2.700 toneladas de nitrato de amonio que se encontraban almacenadas ilegalmente en el puerto de Beirut mató a 200 personas y dejó heridas a más de 6.000. La tragedia hundió al Líbano en un profundo duelo, hoy teñido de rabia. Decenas de edificios próximos al puerto, torres altas de viviendas acomodadas, quedaron totalmente destruidos por la explosión. Todavía hoy son perfectamente visibles los destrozos. La onda expansiva alcanzó la isla de Chipre, a 200 km de Beirut.

La explosión devastadora golpeó al pueblo libanés en su peor momento, en plena pandemia del coronavirus y sumido en una crisis económica sin precedentes, que comenzó a fraguarse a mediados de 2019 cuando la libra libanesa empezó a perder su valor frente al dólar de manera drástica.

La nefasta gestión de las administraciones y la corrupción practicada por todos los gobiernos, con independencia del color y confesión, han dejado las arcas públicas vacías. Hoy, el Líbano es un estado fallido, con una clase política incapaz de formar gobierno, una élite en el exilio y el grueso de la población malviviendo dentro de sus fronteras.

«Nadie se salva. Todos roban en cuanto pueden. Al cabo de un año de obtener un cargo público, la mayoría de los políticos ya tiene un avión privado. ¿Puedes decirme cómo se consigue eso?”, espeta Hayek, con decenas de discos a sus espaldas. Cuenta que a su tienda antes llegaban turistas de los países del Golfo y del resto del Líbano buscando versiones árabes de los años 70 y 80. «Ahora, con el país en estas condiciones, apenas vendo nada».

Su amigo Patrick desliza en perfecto español la teoría conspirativa del atentado terrorista. Segundos antes de la explosión, relata, «parece que un avión sobrevoló la zona y lanzó una bomba o un misil sobre el puerto. Hubo un vídeo que lo mostraba, pero ha desaparecido». Esta hipótesis apunta a que Israel estaría detrás del atentado, dirigido a destruir material explosivo de Hezbolá, la milicia chií respaldada por Irán y con su brazo político en el Parlamento libanés. La hipótesis del atentado ha sido desestimada –Israel lo ha desmentido– y la versión oficial mantiene que fue un accidente.

Nadie ha explicado, sin embargo, quien autorizó el abandono de 2.000 toneladas de material altamente explosivo en el puerto de la capital. Sin custodia, sin vigilancia. Será porque, una vez más, las autoridades responsables de lo ocurrido no quieren asumir su responsabilidad y, justo por ello, están obstaculizando la acción de la justicia.

A menos de un kilómetro de distancia de la Zona Cero, mirando al Mediterráneo, se alza la torre del Saint George Hospital, centro médico de referencia en el Líbano. El hospital luce hoy en su exterior como el primer día, pero aquel fatídico 4 de agosto la explosión lo despedazó. Los pacientes más críticos tuvieron que ser trasladados a otros hospitales, los menos graves se fueron a casa. Ibrahim Rida es un joven cirujano que en el momento de la explosión se estaba cambiando en el sótano. «Al principio pensé que era un terremoto, pero al cabo de ocho segundos llegó el infierno. Todo empezó a derruirse, las paredes caían. Pensé que era el fin del mundo», cuenta a 7K en la cafetería del hospital, hoy renovada. Los días posteriores a la explosión este médico y sus compañeros se quedaron en casa, en estado de shock. Al cabo de una semana regresaron para retirar escombros, y un mes y medio después retomaron algunas funciones, aunque a un ritmo menor. Las ayudas económicas procedentes del exterior han permitido su reconstrucción parcial: «Los ascensores no funcionan. No son seguros. Y nos falta material». Aunque la escasez de instrumental médico no se debe a la explosión.

Imagen del campo de refugiados sirios Al Yassamin.

 

Una guerra económica sin precedentes. En octubre de 2019 los libaneses ocuparon las calles de la capital masivamente para exigir a la clase política soluciones urgentes, una “revolución” que se prolongó durante unos meses y después fue apagándose. Desde entonces, la situación del Líbano no ha hecho más que empeorar. La consecuencia más grave de la crisis económica es la devaluación de la libra en un 90%, un hecho que ha pulverizado el poder adquisitivo de la población.

En la historia del Líbano cuesta encontrar períodos de paz. Este siglo y el anterior están marcados por guerras y ocupaciones extranjeras con pretensiones expansionistas. En este contexto de inestabilidad, la lucha endémica entre las diferentes confesiones religiosas que habitan en el país y que se reparten el poder por cuotas en el Parlamento, es siempre un foco de tensiones, violencia y a la práctica, como en el momento actual, de bloqueo político.

El documental “La vie en rose”, del catalán Èric Motjer, exhibe las contradicciones de la sociedad libanesa y muestra a una élite cristiana tomando el sol mientras a escasos kilómetros los milicianos de Hezbolá y las fuerzas de Israel se atacan mutuamente en la Segunda Guerra del Líbano (2006). Los menos acomodados no lo pasaron tan bien esquivando las bombas del ejército hebreo, pero incluso entonces, en los peores momentos de violencia extrema que se recuerdan, la sociedad libanesa no había sufrido tanta precariedad.

«La guerra económica actual es mucho peor que la guerra militar. Créeme, la asfixia de ahora es horrible. El país está perdido», sentencia el joven médico, que el día de la entrevista no había podido ducharse por la falta de agua. Días más tarde no pudo llegar al trabajo porque la escasez de combustible que asola el país desde el pasado mes de agosto dejó autobuses y taxis secos. «Mi padre me ha dicho que Líbano es un barco a la deriva. Quiero irme a terminar la especialidad a Alemania. Aquí no importa si tengo dinero. ¿De qué sirve tenerlo si no puedo llenar el depósito del coche o encender la luz en casa?». Quedarse en el Líbano, para los que pueden elegir, no es una opción.

 

Arriba, Karim Saffieddine, activista y líder de los clubes de universitarios. A su derecha, Myriam Sayah, miembro del Bloque Nacional Libanés. Debajo, Ibrahim Rida, médico del Hospital Saint George.

 

Tensiones entre libaneses y refugiados. A 60 km al este de Beirut, lejos del bullicio capitalino, en las afueras de la ciudad de Bar Elías se extienden hileras de tiendas de lona donde malviven miles de refugiados sirios que huyeron de sus casas durante la guerra. El Líbano, bordeado por Siria e Israel por el este y bañado por el Mediterráneo por el oeste, es país de acogida de refugiados desde mucho antes de la guerra de Siria.

En 1948, con la creación del estado de Israel, los palestinos huyeron en masa y muchos se asentaron en el Líbano. La guerra de Siria también ha provocado el desplazamiento hacia el Líbano de muchos palestinos que ya habían escapado a Siria tras la ocupación israelí y que 70 años después siguen en un limbo legal y administrativo. Para un país de 6,8 millones de habitantes, la presión de los refugiados es enorme: la ONU tiene registrados a 479.537 palestinos y a 865.530 sirios, si bien se calcula que la cifra de sirios asciende a 1,5 millones si contamos a las personas de esa nacionalidad que no están registradas y cuyas condiciones de vida son todavía peores al no contar con la asistencia de ninguno de los organismos que trabaja en los campos oficiales.

una Una refugiada siria con su bebé.

 

URDA, una ONG sobre el terreno. Alaa Kadoura es la responsable de Protección de la Infancia en URDA, la organización española con sede en Madrid que gestiona junto con las Naciones Unidas el campo de Al Yassamin, donde viven unas 250 familias. Proporcionan asistencia a niños y niñas cuyas vidas se truncaron durante la guerra. No están escolarizados y la mayoría ni siquiera están registrados. «No son nadie», afirma Alaa. URDA también gestiona un taller de costura que ha permitido a una treintena de mujeres fabricar mascarillas y obtener una remuneración. El campo cuenta con un área de juegos con un columpio, un pequeño huerto y un par de colmados.

La población refugiada es altamente vulnerable, pero los menores y las mujeres, además de sufrir la crueldad de las condiciones de vida se enfrentan a la violencia sexual y al tráfico. «Les intentamos explicar que hay cosas que no están permitidas, que su cuerpo les pertenece», explica esta trabajadora. Como siempre llueve sobre mojado, la brutal crisis económica que padecen los libaneses ha aumentado las tensiones con los refugiados, a los que ven como una amenaza. «Hubo un episodio en el que varios campesinos dispararon contra los campos porque decían que los sirios les quitaban el trabajo», rememora.

En una de las tiendas del campo vive Fudda, con sus tres hijos y su marido, Ahmad. Antes de la guerra trabajaba como profesora de árabe en Raqqa (Siria). Es una mujer culta, con formación universitaria, que se avergüenza de su vestimenta, de su aspecto de mujer pobre. Vive en una chabola de 10 m2, duerme sobre cemento y alimenta a su bebé recostada en una manta al lado de la ventana. Si la situación de estas familias ya es dura, en los campos no registrados donde no existe ningún tipo de asistencia, el abandono es total. La vulnerabilidad extrema. Una situación que se cronifica para unos y otros, víctimas de guerras que favorecen siempre a los mismos y destrozan generaciones enteras de seres humanos.

 

Niñas sirias de distintas edades en el campo de Al Yassamin donde viven unas 250 familias.

 

EE.UU. advierte que el Líbano está en «caída libre». El pasado 1 de septiembre una delegación de los EE. UU. recaló en Beirut para reunirse con el presidente del país, el cristiano maronita Michel Aoun. Al término de esta, el senador norteamericano Richard Blumenthal declaró a los medios que el Líbano está en «caída libre» y que hay que evitar que se convierta en una «historia de terror». Las palabras utilizadas por el senador reflejan la gravedad de la situación, que se agudizó el pasado agosto cuando el Banco Central anunció el fin de los subsidios a la gasolina.

¿Y, qué hace el gobierno para atajar todos estos problemas? La respuesta es que no hay gobierno. El Ejecutivo libanés se desmanteló tras la macro explosión. El primer ministro sucesor, el suní Saad Hariri, dimitió del cargo el pasado julio al no poder formar gobierno. El actual primer ministro en funciones tampoco ha sido capaz de formar gobierno hasta la fecha. La causa del bloqueo es la falta de consenso en el reparto de los ministerios clave como el de Interior, Justicia o Finanzas. El complejo sistema político libanés establece que la mitad de los 128 escaños del Parlamento deben ocuparlos diputados cristianos y la otra mitad diputados musulmanes. Asimismo, el presidente del país tiene que ser cristiano, el primer ministro, musulmán suní y el presidente del Parlamento, musulmán chií. Este rígido sistema, articulado para representar a todas las minorías, supone en la práctica un obstáculo para formar un gabinete estable, pues todos ambicionan su cuota de poder y poco importa si con semejante parálisis el país agoniza. Lo importante es recibir el mejor trozo del pastel.

Una gasolinera convertida en cocina para familias vulnerables. En esta antigua estación de servicio reparten comida y medicinas.

 

«Los señores de la guerra se reparten el poder». Myriam Sayah es miembro del Bloque Nacional Libanés, un partido que aspira a entrar en el Parlamento en las próximas elecciones de 2022. La formación es contraria al reparto de escaños por confesiones y cree que no debería mezclarse política y religión. «Después de la guerra civil, los señores de la guerra se sentaron en una mesa y continuaron haciendo lo mismo de distinta manera: antes luchaban con armas y ahora negocian para repartirse todos los activos y bienes del país», asevera con indignación. «Hoy en día no tenemos ni 30 minutos seguidos de electricidad. Quienes pueden, una minoría, cuentan con generadores que trabajan 23 horas al día. Además, el poco combustible que queda se está vendiendo en el mercado negro de Siria».

En el terreno financiero, Sayah describe la situación: «No tenemos acceso a nuestro dinero porque existe un corralito. Además, el tipo de cambio del banco es de 1 dólar igual a 1.500 libras. Es el cambio oficial pero no es real. Si queremos comprar un cartón de leche que vale un dólar, en 2019 lo pagábamos con 1.500 libras y hoy necesitamos 19.000. Esto ha llevado a que la mitad de la población viva por debajo del umbral de la pobreza. La gente está muriendo de hambre y por la falta de medicinas».

En una calle por debajo del Saint George Hospital, una farmacéutica atiende a través de una pequeña ventana las demandas de personas que vienen en busca de antitérmicos, antibióticos, analgésicos y otros fármacos para la próstata o la tos. No puede venderles nada, porque ha terminado las existencias. Sobrecoge la mirada que se les queda a quienes se van sin haber podido comprar lo que venían buscando. La farmacia tiene la mayoría de los estantes vacíos. «No podemos importar medicamentos de Europa y tampoco podemos comprar los de aquí. Los proveedores han dejado de vendérnoslos porque no podemos pagarlos. Si no tienes un familiar que te los traiga de Europa, hoy en el Líbano puedes morir de una diarrea». A mitad de agosto los hospitales advirtieron de un posible cierre de plantas si no se retomaba la compra de medicamentos y el suministro de electricidad.

Ante tal situación de emergencia, Hezbolá aprovecha el momento y anuncia la llegada de un carguero iraní con combustible. El plan del partido-milicia es que el carburante llegue al puerto de Siria procedente de Irán y desde allí sea trasladado por tierra al Líbano. Hezbolá con un fuerte apoyo de la población chií del Líbano, que aplaude su actividad armada frente a la ocupación israelí. Aunque su capacidad de respuesta militar sea muy inferior a la de las Fuerzas Armadas de Israel, su sólida estructura y su posición estratégica en el sur del Líbano lo convierten en la fuerza de resistencia a Israel más sólida de la región.

Una gasolinera reconvertida en organización humanitaria. En situaciones de emergencia como la que vive el Líbano desde hace un año, el ingenio de los buenos es infinito. Hussein y Jonnhy son dos treintañeros que tras la explosión del puerto decidieron reconvertir una antigua gasolinera del centro de Beirut en una organización humanitaria. El antiguo túnel de lavado es hoy una cocina multifuncional que emplea a siete personas que preparan comida para decenas de familias vulnerables. También distribuyen medicamentos. «Repartimos comida tres días a la semana y entregamos medicinas, cuando podemos hacernos acopio de ellas, a decenas de enfermos», explican.

Esta antigua gasolinera, que hoy sería una infraestructura inútil, funciona con una eficiencia sorprendente: «Hay más de 50 personas involucradas que nos ayudan de manera regular. El gobierno ha intentado cerrarnos porque básicamente estamos haciendo su trabajo. Hemos llegado a pagar cirugías a gente que no podía permitírselo porque el seguro médico no lo cubría. La gente ha sido totalmente abandonada por el gobierno». «Un día, estábamos repartiendo comida y una mujer se asomó al balcón y me gritó: ‘Jonnhy, solo te tengo a ti’».

Y al final, ¿quién pagará el precio de esta crisis? «Esta es la gran pregunta que debemos hacernos», advierte Karim Saffieddine, activista político graduado en la American University of Beirut. Saffieddine lidera junto a otros jóvenes intelectuales clubes de discusión en varias universidades libanesas. Su discurso fresco, laico y humanista constata la existencia de voces jóvenes preparadas para impulsar un cambio que ponga fin al sectarismo político y permita una transición hacia una democracia secular. Pero el sistema actual preserva los intereses de todos los partidos sin excepción, lo que aleja la posibilidad de un desmantelamiento del mismo. «Que nadie se engañe: en el Líbano el problema no es la lucha de religiones, sino la lucha de clases y de los intereses partidistas».