Mariona Borrull

El genocida ha vencido, larga vida a él

Escena de «The End», en la que Tilda Swinton y Michael Shannon interpretan a la madre y el padre de una familia metida en un búnker subterráneo tras el fin del mundo.
Escena de «The End», en la que Tilda Swinton y Michael Shannon interpretan a la madre y el padre de una familia metida en un búnker subterráneo tras el fin del mundo.

Recordaréis el shock que supusieron tanto “The Act Of Killing” como “The Look Of Silence”, documentales en los que Joshua Oppenheimer desafiaba a los responsables del genocidio indonesio de 1965 a recrear las matanzas que perpetraron… Y ellos aceptaban encantados, sin pizca de remordimiento. La tercera película de Oppenheimer, un musical con toda la pompa del Hollywood dorado, parece alejarse por completo de aquellas anteriores. Veinticinco años después del fin del mundo, sigue los días pesados de una familia superviviente, encerrada en un lustroso búnker subterráneo con todas las comodidades y sin una sola razón ya por vivir. Son vencedores rotos por un mundo que destruyeron con sus propias manos. Podría ser el cierre volado de una historia muy cercana.

De hecho, Oppenheimer concibe su película tras la visita de un búnker real, construido en Kansas por magnates de la explotación petrolífera. Nada que ver con estantes precarios y latas, naturalmente: dentro de una mina de sal, era tan amplio y lujoso como el de la película. También, igual de claustrofóbico. En “The End”, la polvareda quieta sobre los días de la familia titular se agita con la llegada de otra superviviente (Moses Ingram, de “Gambito de dama”), por casualidad y de ninguna parte -porque en el exterior ya no queda nada-. La “pobre criatura” despierta en todos una simpatía que cuesta de compaginar con su molesta insistencia a recordarles la fealdad del mundo allá fuera. Un mundo que no, definitivamente no ayudaron a destruir.

Para la madre, Tilda Swinton replica los visos frígidos de una aristocracia frágil (como en “The Souvenir” o “La hija eterna”), aunque con la histeria a flor de piel. Da voz al padre Michael Shannon, que ya lució espíritu protector en “Take Shelter” pero que aquí está dispuesto a mancharse las manos de sangre (ya lo ha hecho) para mantener una vida que tampoco quiere, pero que le pertenece. Y el hijo es George McKay, apocado como si hubiera vuelto a su papel como Niño Perdido en el “Peter Pan” que en 1992 lo descubrió al cine.

“The End” nada comparte con “1917”, excepto Sam Mendes, amigo de Oppenheimer y productor ejecutivo de la cinta, director de musicales para teatro cuando no rueda. Otro crédito en la producción es el de Werner Herzog, que ayudó a escalar los presupuestos para la creación de un mundo alelado a una cifra realizable (16 millones). Algo que quizás se venda como un musical, pero no por ello se siente menos como una película de John Cassavetes, “Una mujer bajo la influencia” de no haber visto el sol en veinticinco años, y de saber que es todo tu culpa. Canta, miéntete lo que quieras, alarga tus días como Oppenheimer su propia película, cayendo infinita en espiral. El horror seguirá allí fuera, siempre más allá del lenguaje, fuera del alcance de tus cuentos.