Equilibrio imprescindible

Una amabilidad perenne es algo que escama a algunas personas… O, al menos, cuando estamos afiliados a esa parte fría de nuestra cultura emocional que considera lo habitual estar tensos, preocupadas o indiferentes ante el día a día. Y aunque esta aparentemente razonable aspereza venga de un rechazo a una hipotética hipocresía de alguien a quien se juzga como ‘demasiado’ amable, o de estar ‘demasiado’ contento ‘todo el tiempo’, otras veces nada tiene que ver con la objetividad, y llevamos a gala una frialdad que nos deprime.
Muchas personas han aprendido que no mostrar las emociones -en particular las más ligeras-, les da un aire ‘formal’, neutro. Incluso existe la creencia de que esta precaución puede proteger nuestros deseos y vulnerabilidades de la miradas indiscretas, de lo que otros y otras puedan ver -y pensar, o saber- de nosotros, de nosotras; al fin y al cabo, sonreír, cantar, aceptar, mostrar nuestro entusiasmo, comunica lo que nos es importante, a quien quiera que esté mirando. Y, por alguna razón, bajar esas defensas y compartirlo, nos parece a veces peligroso.
Quizá una hipótesis podría ser que temamos que nuestra alegría o deseo pueda convertirse en objeto de ambición para otros, que pueda ser utilizada para arrebatárnosla, en las diversas formas que la envidia toma, o que nuestro deseo o despreocupación pueda ser malinterpretada, juzgada, o utilizada para otros fines diferentes al mero compartir.
Mostrar lo que realmente nos apetece transmite nuestra vulnerabilidad pero no mostrarlo o explorarlo puede volvernos rígidos, rígidas, o incluso confundirnos. Y es que, a veces, lo que parece más razonable está realmente fuera de lugar. Sea como fuere, tenemos unas normas implícitas en lo que a mostrar nuestros deseos se refiere y, ahora que la censura moral de otros tiempos ya no marca explícitamente nuestras vidas, esta vivencia de qué lugar darle a nuestros impulsos es algo de lo que nos tenemos que ocupar personalmente, y decidir.
Sabemos que la sonrisa perenne puede ser tan imprecisa como la mueca de desagrado continuada; que confiar en todo el mundo puede ser tan peligroso como no confiar en nadie; y que guardarnos de todas las miradas puede implicar que terminemos guardándonos de la propia, al punto de que dejemos de saber qué es lo que realmente nos satisface, nos apetece, nos excita, nos ilusiona, o da sentido a nuestros movimientos hacia los otros.
También sabemos que vivimos en sociedad y es importante respetar el espacio compartido, pero quizá ese equilibrio imprescindible necesite no solo de los límites claros de un «no» cuando no queremos algo, sino también de reconocer y expresar cuando sí lo queremos, nos apetece, nos da curiosidad… Si damos la espalda a nuestros síes, si los guardamos celosamente en una caja, corremos el riesgo de que, para relacionarnos, terminemos por instaurar el «no» como la palabra social más íntima.





