igor fernÁndez
PSICOLOGÍA

Este niño es muy responsable

Es un niño muy bueno, nunca se queja de nada. Si hay que ir a comer a casa de sus tíos, deja lo que está haciendo sin rechistar y nos vamos. Es muy responsable. Fíjate, el otro día me vio enfadada con su padre por una tontería y el pobre viene, me mira muy serio y me pregunta, como si fuera un adulto, si era por su culpa». Quiero empezar con esta viñeta para señalar los signos silenciosos de lo que, más adelante en la vida de una persona, puede desembocar en dificultades de relación consigo mismo o con el mundo. Parece una escena sin importancia, que probablemente hemos presenciado alguna vez y que transmite una idea habitual en la crianza de los niños y niñas: el niño bueno es colaborador, la niña buena es colaboradora. Y en términos generales, podemos estar de acuerdo. La colaboración es una habilidad para la que estamos diseñados, pero, al mismo tiempo, la necesidad de mostrar la unicidad, la identidad propia, es algo que surge espontáneamente muy pronto en la vida.

¿Cómo encontrar un equilibrio entre la necesidad de enseñar a colaborar y al mismo tiempo mantener y alimentar las posturas propias? Como tantas otras tareas importantes en el desarrollo de una persona en la etapa infantil, esta también recae en sus padres. Hay una faceta de los aprendizajes que alentamos en los niños que es evidente, es visible. Todos podríamos hablar de qué hacemos cuando deja la ropa tirada, no se quiere levantar de la cama, se pega con su hermano o se niega a comer. Parecen tareas simples, objetivas, en las que hay “algo” que debe ser hecho y que funciona universalmente. Sin embargo, de lo que es menos habitual hablar es del sustrato en el que tiene lugar ese “algo” y ese medio ambiente es la relación entre los padres, las madres y sus hijos. Esa relación es tan única como lo es la persona en particular y genera aprendizaje por sí misma. De hecho, genera el aprendizaje más esencial sobre nosotros mismos, nosotras mismas y los demás, pero generalmente no en forma de palabras, sino de maneras.

Si volvemos a la escena del principio, la leemos con detenimiento y tratamos de imaginarnos a ese niño, digamos, de unos ocho años, podemos pensar en lo que falta o sobra. Por ejemplo, la palabra «nunca» se refiere a la falta de excepción. La queja es una expresión espontánea de una necesidad propia no cubierta (aunque no siempre la necesidad es la que se explicita) y merece la pena escucharla y negociar su satisfacción. También llama la atención que «nunca rechiste», porque, habitualmente, a no rechistar se aprende. «Es muy responsable» puede ser un halago, pero también una etiqueta exagerada para un niño de ocho años, si lo sumamos a las anteriores afirmaciones. Si bien es cierto que es una actitud necesaria para desarrollar la propia trayectoria, el exceso de responsabilidad puede incluir que se haga cargo de lo que no le corresponde y lo que viene después: «Se siente culpable de mi enfado» y «lo hace como un adulto».

No hace mucho tiempo, investigadores de la Escuela Médica de la Universidad George Washington, en Estados Unidos, demostraron algo que nos dice el sentido común y que consiste en cómo el exceso de culpabilidad en niños está relacionado con el mayor riesgo de sufrir dificultades en la edad adulta, entre otras, la depresión. Y es que dejarles solos con sus pensamientos, actuar solo en sus conductas e invitarles a reprimir la emoción en pos de la buena educación o incluso la responsabilidad no siempre es la mejor opción. Una de las claves puede estar en no hacerles responsables de nuestros estados de ánimo con frases como «Si no lo haces, mamá se va a poner muy triste». Otra puede ser tomar tiempo para alentar la diferencia, preguntar por sus opciones y sentimientos, y poner los límites que sean protectores.