Zigor Aldama
ECONOMÍA COLABORATIVA EN SEÚL

Capital mundial de la economía colaborativa

A diferencia de la criminalización que en Europa se hace de este sector, la capital surcoreana se ha embarcado en un ambicioso proyecto, «Seoul Sharing City», para impulsar la creación de empresas sociales que respondan al lema «se puede consumir sin poseer».

Eun Ji-lee está nerviosa. Sabe que se juega mucho en la entrevista que tiene mañana. Es la última prueba que tiene que superar para acceder al programa de máster en Administración de Empresas que tanto ansía cursar. Se ha preparado multitud de posibles preguntas y ha ensayado las respuestas con su madre y su hermano, pero hay algo que todavía le falta a esta joven de 22 años: un traje adecuado para la ocasión. Al fin y al cabo, en una sociedad tan estricta como la surcoreana, la apariencia es una de las principales claves del éxito. O razón para el fracaso, claro. «Lo que debemos vestir está claramente delimitado. En el caso de las mujeres es una falda negra elegante con una chaqueta a juego y una blusa blanca», explica. El problema es que la familia de Eun no puede permitirse el desembolso que requeriría la compra del conjunto, cuyo precio estiman en unos 350 euros. Con el padre en paro, su situación económica es precaria.

Así que ha decidido acudir con su madre al modesto local que regenta The Open Closet (El Armario Abierto) en un piso del centro de la capital, Seúl. Se trata de una organización sin ánimo de lucro que ha desarrollado un proyecto pensando en gente como ella: alquila trajes donados por quienes ya no los van a utilizar. Así, Eun tendrá que pagar únicamente 30.000 wones (unos 23 euros) por el atuendo que vestirá mañana en la universidad, y que ha elegido tras ser asesorada por una de las empleadas. «Conocí la organización en una conferencia sobre economía colaborativa, y mi hermano mayor ya la ha utilizado para conseguir el traje con el que ha acudido a varias entrevistas de trabajo. Creo que es una gran idea que permite a todo el que lo necesita acceder a un elemento clave en el inicio de la carrera profesional», asegura Eun.

No es, ni mucho menos, la única iniciativa de este tipo que ha surgido en Seúl. De hecho, esta megalópolis de nueve millones de habitantes se ha convertido en la capital mundial de la economía colaborativa gracias al empeño del actual alcalde, Park Won-soon. A diferencia de lo que sucede en Europa, donde los gobiernos atacan con legislaciones restrictivas los servicios de polémicas empresas como Uber o AirBnb, Park está convencido de que compartir no supone un riesgo para el devenir futuro de la economía, sino todo lo contrario. Y, por eso, en septiembre de 2012 puso en marcha un proyecto tan ambicioso como ejemplar: Seoul Sharing City (Seúl, la ciudad que comparte) pretende, según anunció Park en su presentación, «hacer mejor uso de los recursos existentes, tanto en la ciudad como entre sus ciudadanos, a través de la compartición». Además, Park considera que este nuevo sistema económico «servirá para promover valores sociales positivos y para que las instituciones enriquezcan la vida de los residentes con un gasto más reducido».

De esta forma, Sharing City busca «la creación de un marco legal favorable y de políticas que fomenten la aparición de empresas de economía colaborativa». Y vaya si lo ha conseguido. El ayuntamiento aprobó el 31 de diciembre de 2012 la Ordenanza de Promoción de la Economía Colaborativa y hasta ahora son ya 47 las empresas que han nacido bajo una premisa clara: «Existe una forma de consumir sin poseer». En su declaración fundacional, el proyecto considera que la economía colaborativa puede ser un antídoto contra la crisis que estalló en Estados Unidos en 2008, asegura que sirve «para mantener un nivel de consumo similar a la vez que se reduce el gasto familiar», y recuerda que no se trata de un concepto nuevo: «Ya hace siglos el hecho de compartir era un pilar de la sociedad tradicional. Entonces solíamos compartir trabajo, objetos, y comida. De hecho, se acuñaron las palabras poomasi –intercambio de mano de obra– y dure –cooperativa de agricultores–».

Ahora, el ayuntamiento de Seúl considera que dispone de la infraestructura necesaria para revitalizar esa tradición en pleno siglo XXI. «Tenemos una de las mejores redes de Internet del mundo –el 97% de la población dispone de conexión de banda ancha– y uno de los porcentajes más elevados en lo que a penetración de móviles inteligentes –60%– y uso de redes sociales se refiere. Son las condiciones perfectas para la economía colaborativa», reza el documento con el que se lanzó Sharing City, que está gestionado por Creative Commons Korea (CCKorea) y cuenta desde el 26 de junio de 2013 con el portal online ShareHub, donde se informa sobre todas las iniciativas.

«El proyecto está teniendo tanto éxito que otras ciudades de Corea, pero también del resto del mundo, vienen a estudiar la iniciativa con la intención de importarla. Singapur, por ejemplo, abrió hace unos meses un portal similar al nuestro», comenta la directora de CCKorea, Kwon Nanshil, en la sede que comparte en Seúl con otras empresas sociales. «El objetivo es dar solución a algunos de los problemas que surgen en una sociedad capitalista regida por un consumismo desacerbado: desde los crecientes atascos hasta el aumento del número de suicidios, pasando por la contaminación del medio ambiente y la carestía de la vivienda. Todos ellos pueden mitigarse compartiendo».

Un estilo de vida. Norizzang, por ejemplo, se dedica al reciclaje de muebles viejos. «Nuestro objetivo es darles una nueva vida», afirma la directora de la empresa, Ahn Yeonjung. Recogen lo que desechan los ciudadanos y lo llevan a su sede central, construida con varios contenedores de transporte de carga y situada en un extraño aparcamiento de la capital. Allí los trece empleados de esta start up desmontan los armarios, las mesas, y las sillas, y con la madera que recuperan crean nuevos muebles. Son todos desmontables, para que su transporte resulte más sencillo, y están diseñados sobre todo para un público joven. «Al principio teníamos que ir buscando calle por calle, pero ahora la gente nos conoce y muchos nos llaman cuando quieren deshacerse de algún mueble», comenta Ahn, que ha conseguido crecer gracias a un crédito blando de Sharing City. «Somos una empresa social que tiene que tratar de ayudar a cambiar no solo un sistema económico enfermo, también la mentalidad que lo alienta. Nos hemos convertido en máquinas de usar y tirar cosas que todavía sirven, ya sea en su estado original o en otro», critica Ahn.

Kim Jinyoung, uno de sus empleados, es de la misma opinión. «Compartir es el punto de partida. Pero la meta está en la creación de un estilo de vida regido por el sentido común, y no por las leyes de un mercado que, demasiadas veces, basa su negocio en engaños como el de la obsolescencia programada. Muchos creen que la economía participativa sirve solo para subsistir, y no es así. Se puede hacer dinero sin derrochar recursos», sentencia. Norizzang es buen ejemplo de ello: el año pasado ingresaron 200 millones de wones (unos 150.000 euros) y su facturación crece más del 20% anual. «No somos una ONG, queremos tener beneficios como cualquier otra empresa, pero lo que nos diferencia es la forma en la que los obtenemos», apunta Kim mientras muestra sus productos, cuyo precio oscila entre los 12 euros de una bandeja sencilla hasta los 360 euros de una mesa para cuatro personas. «Nos gustaría ir creando una unión entre diferentes grupos que hacen un trabajo similar para ganar peso social», añade Ahn. «Por eso Sharing City nos parece un proyecto ejemplar muy interesante. Pero todavía quedan por resolver grandes problemas. El más importante es la interacción entre las empresas tradicionales y las de economía colaborativa».

Kwon reconoce que hay fricciones. «De momento, las compañías que han surgido no son lo suficientemente grandes como para que representen una amenaza para los sectores tradicionales. Pero sí que hay casos, como Uber o AirBnb, que provocan muchas suspicacias entre las empresas de taxi o los hoteles. No obstante, consideramos que al proteccionismo se debe anteponer siempre el bien social». Jiyoung Hong también lo cree así. Dirige SoCar, una empresa de automóviles compartidos que nació hace tres años y que ya ha tenido que lidiar con las quejas de compañías de alquiler de vehículos. «Hay dos formas de compartir automóviles. Una es la nuestra, que parte de un servicio ofrecido por una empresa que posee los coches y los pone al servicio de sus usuarios. Otra, todavía prohibida en Corea, es la que supone compartir un coche privado con otros usuarios, que sería de cliente a cliente –C2C, al estilo de Blablacar–. Esperamos que este mismo año Corea modifique la regulación de transporte, que tiene 40 años y se debe adaptar a la realidad actual, para permitir también esa última posibilidad, que en SoCar nos gustaría añadir a la que ya ofrecemos».

En cualquier caso, el número de usuarios de esta aplicación crece de forma exponencial. En 2013 solo tenían 400 coches y 50.000 personas inscritas, la mitad de las cuales nunca había utilizado el servicio. Actualmente, sin embargo, cada día lo utilizan más de 3.000 usuarios. «Es muy sencillo. Solo hay que ver en nuestra web los coches que están disponibles en la zona en la que uno se encuentra y reservar con el móvil el que mejor responde a nuestras necesidades. El sistema guía por gps al cliente hasta el vehículo, que está en alguno de los aparcamientos que el Gobierno nos alquila a bajo precio, y este se abre con el propio smartphone a través de un mensaje que desbloquea las puertas», explica Jiyoung mientras realiza cada paso con un monovolumen estacionado en un centro comercial de alto standing.

El valor social de las propuestas. El servicio de SoCar ha gozado de una acogida tan buena que la compañía emplea ya a 55 personas y está considerando alquilar una oficina más grande. No obstante, Jiyoung resalta que «la economía participativa está todavía empezando», y apunta que Asia todavía está lejos de Europa y Estados Unidos en su desarrollo. «En el mercado mundial de automóviles compartidos, por ejemplo, solo supone el 9%». Por eso, la directora de SoCar considera muy positivo el empujón que Sharing City da a empresas como la suya, ya que están aseguradas por el propio Gobierno, una medida destinada a incrementar la confianza de los usuarios, y pueden acceder a créditos blandos, subvenciones –se estableció un fondo de 180.000 euros para esa partida– y canales de promoción oficiales. «Todo comenzó como un proyecto personal del alcalde y ya se está extendiendo por otras ciudades surcoreanas. Puede ser un importante elemento de tracción para concienciar a la población».

Ese es el trabajo de CCKorea, que también trabaja con diferentes comunidades empobrecidas para implementar medidas que alivien sus problemas económicos: desde abrir al público las plazas de aparcamiento que están vacantes en las urbanizaciones privadas para obtener capital que luego se invierte en el adecentamiento de los edificios, hasta la puesta en marcha de huertos comunitarios. «El Gobierno trata de que la economía colaborativa tenga el mayor impacto social posible. Así, por ejemplo, ha lanzado un programa para que estudiantes que necesitan piso lo alquilen a personas mayores que viven solas y buscan compañía a precios muy por debajo de los que marca el mercado. Sabemos que la soledad es uno de los elementos que más influyen en la elevada tasa de suicidios de ancianos –el 50% de las viviendas están ocupadas por una o dos personas–, y creemos que esto puede ayudar a reducirla».

Es más, CCKorea considera que la gente de la tercera edad también puede aportar mucho a la sociedad compartiendo algo intangible: conocimiento. Por eso ha desarrollado el Living Library (la biblioteca viva), en la que gente de más de 65 años «que es como un libro» cuenta sus experiencias en lugares públicos durante los fines de semana. «Ya hemos organizado unos 2.500 eventos de este tipo con más de 24.000 personas que hacen partícipe al público de esas fascinantes historias que los nietos siempre han querido escuchar de sus abuelos y que forman parte de nuestro patrimonio histórico. Ponerlas en común no solo ayuda a mantener viva la memoria colectiva, también es un apoyo a gente mayor que, en demasiadas ocasiones, tiene que luchar contra la soledad».

A la hora de dar su aprobación para que una empresa entre a formar parte de Sharing City, además de exigir el cumplimiento de ciertos requisitos –como que sea una Pyme o realice un mínimo de actividades sociales–, CCKorea también tiene en cuenta el valor social de las propuestas que recibe. Así, entre las iniciativas que ya tienen el visto bueno se encuentran algunas tan peculiares como las de Church Plus, que hace un inventario de las iglesias que apenas tienen actividad y las ofrecen para ceremonias de todo tipo a un precio mucho más económico; Kiple, que organiza la compraventa de ropa de niño que se ha quedado pequeña; o E-Labour Sharing, que trata de revivir el concepto del poomasi y pone en contacto a sus usuarios para el intercambio de trabajo.

Además, el impacto de Sharing City no se circunscribe exclusivamente a Corea del Sur. Buen ejemplo de ello es Hanintel, una plataforma que alquila a viajeros surcoreanos las habitaciones libres que tienen en sus casas unos 300 compatriotas que residen por todo el mundo. Es una mezcla de AirBnb y Couchsurfing destinada a facilitar el viaje de quienes, como explica su vicepresidente Matt Lee, «quieren ver el mundo de forma independiente pero tienen miedo o dificultades para hacerlo». No en vano, el 80% de los surcoreanos no habla inglés. «Hasta ahora, la mayoría optaba por la seguridad que ofrece siempre un viaje organizado, pero ahora cada vez son más los que quieren ir por su cuenta. El idioma es una barrera, y la cultura es otra. Pero viajando a casas de surcoreanos, que además suelen hacer de guía, es mucho más fácil saltárselas. Y, a su vez, ayudamos a muchos emigrantes que tienen recursos limitados», explica Lee.

Redistribución de la riqueza. Pero, una vez más, Hanintel choca con los intereses de la industria hotelera. El Gobierno, consciente del problema, asegura que «el proyecto Sharing City pretende regirse por un modelo de gobernanza público-privado y trabajará con todas las partes involucradas para crear un ecosistema que vitalice un modelo económico social y participativo». Pero, para disgusto del tejido empresarial tradicional, se compromete a brindar su apoyo a las compañías nacientes que se enfrentan a innumerables escollos: «No solo les ofrecerá ayuda económica y financiera, también recursos humanos y de consultoría».

Han Man-il, fundador y presidente de The Open Closet, aplaude la valentía de los dirigentes de Seúl porque considera que la economía colaborativa es, además de una fórmula muy efectiva para evitar el derroche de recursos, un modelo efectivo para la redistribución de la riqueza. Y asegura que su organización es un buen ejemplo de ello. «La iniciativa se me ocurrió cuando, al abrir mi armario, me encontré con el traje que utilicé para acudir a entrevistas de trabajo. Me di cuenta de que no lo había vuelto a usar, y supe que no lo iba a vestir más. Fue una gran inversión que, como sucede con los trajes de boda, ya no me servía para nada. Así que, ya en posesión de un buen trabajo, pensé en donarlo para que pudiesen usarlo otros, pero no había nadie que ofreciese este servicio». Ahora, The Open Closet tienen un millar de donantes individuales que no solo proporcionan sus trajes. «Les pedimos también que escriban la historia de esos trajes. Cómo y dónde los utilizaron. La mayoría son historias de éxito que inspiran y dan confianza a quienes se los ponen luego, algunos de los cuales deciden enviar también una carta al donante. Así surgen historias muy emocionantes».

Este año Han pretende dar un gran salto, que consiste en lograr que grandes empresas participen también en The Open Closet. Por ejemplo, ya ha conseguido varios donantes corporativos, como el banco HSBC, que ha enviado una decena de diseños. «Así, se puede dar la casualidad de que alguno de nuestros usuarios vaya a pedir trabajo en esa entidad con uno de sus trajes», comenta entre risas. Por si fuese poco, su intención es implicar también a grandes fabricantes de ropa. «Muchas veces tienen excedentes de stock que podrían poner a nuestra disposición. Harían una buena labor y sería una buena estrategia de marketing, ya que los usuarios se quedarán con una imagen positiva de la marca que les ha ayudado a construirse un futuro», apunta. En cualquier caso, Han reconoce que el objetivo final es solo uno: «Que la gente aprenda a compartir y vea la belleza que hay en ello».