Jaime IGLESIAS
mAdrid
Interview
SANTIAGO RONCAGLIOLO
ESCRITOR

«El poder intenta convencernos de que todo lo que hace es por nuestro bien»

Nacido en Lima en 1975, reside en Barcelona desde hace casi una década. Con “Abril rojo” obtuvo en 2006 el premio Alfaguara de novela. Se reconoce miembro de la primera generación de escritores latinoamericanos cuya formación fue más audiovisual que literaria, de ahí que sus novelas incorporen elementos de la cultura popular. Su última obra, publicada hace apenas unos meses, es “La noche de los alfileres”.

En “La noche de los alfileres” Roncagliolo evoca el Perú de su adolescencia, una sociedad clasista, militarizada y dominada por el miedo, donde los toques de queda, los apagones y la violencia armada formaban parte del paisaje cotidiano. En medio de semejante escenario, cuatro colegiales resuelven rebelarse contra el autoritarismo de una de sus profesoras planeando una acción de imprevisibles consecuencias.

 Es la primera de sus novelas que, según ha confesado, contiene elementos autobiográficos. ¿Qué le llevó a trabajar sobre los propios recuerdos?

Pues que ya los tengo (risas). En cuanto cumples 40 años tu percepción del tiempo cambia un montón. Por primera vez, y apelando a la pura estadística, sientes que quizá tengas más tiempo a tus espaldas que por delante, y eso te hace volver inevitablemente la vista atrás. Eso y el hecho de tener hijos. Es una sensación muy rara cuando ves juntos a tus propios padres y a tus hijos, es como percibir tu pasado y tu futuro de manera simultánea. Eso te conduce a despreocuparte por el presente inmediato y a reflexionar sobre cómo he llegado hasta acá. Supongo que eso justificaría el hecho de querer revisitar los escenarios de mi adolescencia buscando entenderme a ti mismo y, sobre todo, buscando que mis hijos conozcan una historia que, en cierta medida, también es la suya.

Si tuviera que definir «La noche de los alfileres» ¿diría que es un relato de iniciación?

Sí aunque más bien creo que se trata de un thriller sobre la adolescencia o de una historia de terror sobre la amistad. En todas mis novelas me gusta explorar los límites que llevan a personajes aparentemente normales a dejar de serlo en la medida en que se ven envueltos en una situación extrema. Yo parto de la base de que todos somos normales mientras tengamos la suerte de movernos dentro de un ámbito de seguridad pero cualquier hecho aislado que nos saque de ahí, puede llegar a convertirnos en monstruos, sin dejar por ello de seguir siendo profundamente humanos. Siempre me ha interesado explorar esa dualidad. En este caso, además, me apetecía especular sobre qué habría podido pasar si yo y otros como yo, que éramos los raritos, los marginados, nos hubiéramos rebelado durante nuestra adolescencia y hubiésemos optado por tomar el control y vengarnos de aquellos que nos sometían.

 ¿Cuánto hay de usted en cada uno de los cuatro protagonistas? Parece como si, a cada uno de ellos, les confiriera  un valor alegórico en ese viaje a la madurez que emprenden juntos.

Yo creo que son cuatro personajes que se complementan en el sentido de que cada cual toma sus decisiones desde una posición distinta: Carlos desde la razón, Moco desde el dolor, Beto desde el amor y Manu desde la rabia. Cuando escribo una novela me gusta pensar que lo que estoy haciendo es montar una especie de laboratorio donde los elementos que tengo para experimentar son las emociones y los rasgos de carácter que nos definen como individuos. A partir de ahí me gusta dejarme sorprender con los resultados de la mezcla que yo mismo he dispuesto sin que esos resultados alumbren ninguna certeza, más bien al contrario, porque lo cierto es que los individuos somos bastante erráticos en nuestra manera de actuar. Así que pienso que en cada uno de estos personajes hay un poco de mí. Y viceversa.

En ese juego de símbolos que impregna el relato ¿el despotismo revestido de autoridad del que hace gala la señorita Pilgrim cabe interpretarse como el gran monstruo que todo lo dominaba en el Perú de su adolescencia?

Ella representa el poder y el poder siempre intenta convencernos de que todo lo que hace, aunque nos duela, es por nuestro bien. Su tendencia es a no preguntarnos y la nuestra es, o debería ser, rebelarnos. El problema es que muchas veces al rebelarnos, y sin apenas darnos cuenta, asumimos los mismos vicios que combatimos hasta convertir la autoridad que nos inspira en una nueva forma de autoritarismo. Eso es lo que les pasa al final a los cuatro protagonistas de la novela.

¿Le gusta entonces jugar con los arquetipos?

Sí, y no solo en la construcción de personajes sino a la hora de estructurar la propia novela. Me gusta mucho experimentar con formatos como el thriller o el relato policiaco, a fin de construir historias que planteen al lector paradojas morales pero que, al mismo tiempo, le hagan vibrar. Creo que eso viene dado porque como durante mi adolescencia, apenas podía salir a la calle, la única opción de esparcimiento que tuve fueron los libros y la tele. Crecí leyendo a García Márquez o a Vargas Llosa mientras veía “En los límites de la realidad” o “Alfred Hichtcock presenta…”. Y el caso es que consumía todos esos contenidos con idéntica pasión, y de forma indiscriminada, Supongo que eso tiene reflejo en mi narrativa.

Esa captación de elementos procedentes de la cultura popular hasta explotarlos como referencias literarias es un fenómeno que usted maneja con soltura. De hecho «La noche de los alfileres» entra en diálogo con el cine de pandillas que se hacía en los 80, con películas como «Los Goonies» o «Cuenta conmigo».

Es que todas esas películas hicieron que mi vida fuese mejor, incluso las más estúpidas. Me acuerdo de estar viendo “Porky’s” y querer formar parte de aquella panda de tarados que se metía en follones absurdos solo por el hecho de experimentar, de vivir, de salir a la calle en lugar de permanecer enclaustrado, temiendo los apagones y los toques de queda. Es por eso que con esta novela he querido homenajear a ese tipo de películas, sobre todo a través del personaje de Moco. En su caso, como en el mío, el cine es una vía de escape y una referencia vital.

Tanto en la literatura como en otros órdenes sociales parece que hoy las jerarquías estén más diluidas que nunca

Es cierto que hasta no hace mucho la literatura era bastante más elitista y lo era por dos razones: primero porque antes se leía menos dado que las tasas de escolarización, sobre todo en América Latina, eran inferiores a las actuales. En ese contexto, ser lector le confería a uno una suerte de estatus intelectual. Pero luego también ocurre que los que ahora tenemos 40 años y nos dedicamos a escribir somos parte de la primera generación que creció siendo bombardeada por contenidos audiovisuales: televisión, VHS, videojuegos. Y ahí vuelvo a lo de antes: nuestra formación no es exclusivamente literaria, con lo cual, al alimentar nuestra prosa con esas otras referencias, hemos conseguido derribar la línea de separación que existía entre alta literatura y literatura popular, una frontera que, a mi entender, siempre fue un tanto artificial.

¿Diría entonces que la literatura latinoamericana se ha desacralizado?

En parte sí porque hasta los años 80 escribir formaba parte de un proyecto social mucho más amplio, se trataba de construir una nueva identidad para una nueva región. Un escritor no era solo un señor que hacía libros. Podía ser candidato a presidente, acompañante de Fidel Castro, invitado de Bill Clinton. Un escritor venía a ser un referente político, social e identitario. Hoy en día los escritores latinoamericanos nos hemos liberado de ese tipo de servidumbres y podemos buscar nuestra propia voz sin connotaciones añadidas. Aunque, desde Europa, a veces resulta inevitable que te valoren atendiendo a los viejos patrones. Cuando publiqué “Abril rojo” ciertos críticos se apresuraron en señalarme como ‘la nueva voz de Perú’, algo que me sobrepasó. De hecho, en las siguientes novelas que escribí busqué deliberadamente alejarme de temas sociales o políticos para desprenderme de semejante etiqueta y para convencerme a mí mismo de ser, ante todo, un creador de ficciones. Una vez logré esa seguridad, en mis dos últimos libros he vuelto a esos temas.

 «Perú es un país donde todo aquello que se sale de lo establecido continúa generando aprensión»

El despertar a la vida que experimentan los protagonistas de su novela es muy abrupto. ¿Ese nivel de brutalidad viene dado por las características propias de la adolescencia o por el contexto social y político del Perú de aquellos años?

Digamos que es una mezcla de ambas cosas. Estos chicos viven una realidad donde la violencia se asume como un elemento de cotidianidad. La amenaza de apagones, secuestros o tiroteos estaba a la orden del día en Lima de principios de los 90 y generó una conducta muy extrema entre la población, pero es que también ellos están en una edad bastante extrema. Cuando somos adolescentes tenemos las emociones de un adulto gestionadas por una mente todavía infantil y eso es muy peligroso. Los protagonistas de esta novela tienen, además, el mayor miedo que uno puede tener cuando es adolescente y es el miedo a no encajar. Viven en un entorno donde se les exige hacer ostentación de su masculinidad todo el rato.

También resulta letal esa mezcla entre machismo y clasismo que se daba en la sociedad que usted describe.

En una sociedad que vivía atemorizada, y en el contexto de un colegio segregado, la imagen de las chicas estaba alimentada por una mezcla de la Biblia y de nuestros propios prejuicios sociales. En la sociedad en la que crecí ‘bonita’ significaba blanca y, a la vez, solo se contemplaban dos tipos de mujeres: aquellas con las que te casabas y aquellas con las que te acostabas. Los prejuicios de clase lo distorsionan todo.

¿Hasta qué punto todo ese legado ha condicionado la evolución de Perú?

Crecer en un escenario de incertidumbre hace que, inevitablemente, te aferres a aquellos valores que te generan seguridad, te gusten o no. Y eso va conformando un tejido social muy conservador. Perú es un país donde todo aquello que se sale de lo establecido continua generando aprensión. Dicho lo cual, sería injusto no reconocer que el Perú actual es un país infinitamente mejor que aquél en el que crecí.J.I.