Mikel CHAMIZO
BALLET DEL GRAN TEATRO DE GINEBRA

La ópera expresada a través de la danza

El efecto de cámara lenta se ha extendido tanto en la danza en los últimos tiempos que resulta difícil no ya sorprender, sino incluso evitar caer en lugares comunes al recurrir a este efecto cinematográfico. La coreógrafa Joëlle Bouvier lo emplea recurrentemente en su acercamiento a la ópera “Tristán e Isolda” de Wagner y al principio se nos escapa un suspiro de resignación: “¡Vaya, otro ballet a cámara lenta!”. Pero hay que reconocer que los movimientos pausados, en este caso, son muy afines al espíritu de un drama musical que, con casi cuatro horas de duración y su escasa acción dramática, bien podría considerarse una ópera en cámara lenta. Además Bouvier construye el efecto con verdadero magisterio: el “Preludio” con sus breves escenas a modo de flashbacks, surgiendo y fundiéndose en la oscuridad, o la “Muerte de Isolda”, con una miriada de bailarines rodando y comentando desde el suelo la muerte por amor de los protagonistas, fueron de una complejidad y preciosismo visual imponentes. 

La propuesta de Bouvier, a pesar de lo que se asegura en las notas al programa, es perfectamente narrativa. La historia se expone muy claramente con ayuda de elementos como el mástil de un barco, una cuerda que es el filtro mágico que une el destino de los amantes, tablas que bailan bajo la vibración del bosque en el que consuman su amor y otros sencillos objetos semejantes. Pero si lo fundamental en cualquier espectáculo de danza es la capacidad expresiva que emana de los cuerpos, en esto Bouvier acierta plenamente.

En “Tristán e Isolda” Wagner somete a un dilema sin solución la determinación de los dos jóvenes, les hace zozobrar entre el amor y la obligación, lo deseado y lo prohibido, con una música extremadamente cromática que prolonga esa agonía hasta el último compás de la obra, luminoso, que coincide con la muerte de Isolda y su definitiva unión con Tristán en un plano superior de existencia. Bouvier logra transmitir la contradicción, la duda y el temor mediante movimientos retorcidos, a veces serpenteantes, salpicados de breves arrebatos de pasión/violencia que son infructuosos, pues el destino de los protagonistas de amarse hasta la muerte está ya sellado. En este sentido, y aunque la de "Tristán e Isolda" no parezca la partitura más adecuada para ser bailada, Bouvier alcanza una adecuada simbiosis con lo sonoro.  

La enorme tensión física que debe sobrellevar el cuerpo con este tipo de danza fue perfectamente sobrellevada por los 16 bailarines que formaban el cuerpo de danza, que pasaban de encarnar personajes o dar forma al paisaje a amplificar los sentimientos de los protagonistas con una fluidez que delataba incontables horas de ensayo y preparación física. Madeline Wong fue el principal foco de atención, combinando desplazamientos etéreos con pasajes de gran carácter dignos de la implacable determinación de Isolda. El Tristán de Geoffrey van Dyck fue de una exactitud milimétrica y grandes capacidades mímicas, pero Bouvier no hace brillar su personaje tanto como el de su compañera. El Rey Marke de Armando González y la Testigo de Sara Shigenari fueron convincentes. En el plano técnico, merece destacarse una iluminación que acentuó de forma fundamental el impacto poético del espectáculo.