Víctor ESQUIROL
CRÍTICA «Robinson. Una aventura tropical»

Animación europea, vida después del naufragio

Puede que la profecía lanzada por Francis Ford Coppola, allá por los años 80, concerniendo a la democratización del séptimo arte, se haya cumplido. Revoluciones tales como la indie o la digital hablan en su favor y de hecho, demuestran que dicha predicción no andaba nada desencaminada. En el siglo XXI, efectivamente, el cine se ha convertido en un medio mucho más accesible (en lo que a producción se refiere) de lo que históricamente había sido. Se han abaratado los costes y los equipos de rodaje se han reducido, con lo que se han abierto las puertas a creadores cuyo discreto músculo financiero ya no les supone un handicap insalvable. Sin embargo, siguen quedando bastiones por derribar. El de la animación es claramente uno de ellos. En dicho género (por así llamarlo), las técnicas empleadas siguen requiriendo tanto tiempo y esfuerzo, que no es de extrañar que dichos films sigan siendo propiedad casi exclusiva de las cinematografías más potentes. Si además hay monstruos como la Pixar que no hacen más que subir el listón, es normal que se reduzcan las alternativas más allá de los Estados Unidos. Pues bien, afortunadamente hay excepciones que confirman la regla. Una de ellas la encontramos esta semana en nuestra cartelera. Desde Bélgica, nos llega la enésima adaptación a la gran pantalla del clásico universo de Daniel Defoe. Robinson Crusoe aparece en esta ocasión acompañado por una serie de simpáticos animales parlanchines, en una aventura diseñada para conectar con los espectadores de todas las edades, pero sobre todo con los de más corta edad. Dirigen Vincent Kesteloot y el experimentado Ben Stassen. Juntos, confeccionan una montaña rusa de acción y comicidad en la que no queda ni un solo segundo para aburrirse, y en la que el diseño de decorados y personajes nos habla de una animación, “la nuestra”, cada vez más cerca de los máximos referentes.