Carlos GIL
Analista cultural

Espalda

No recuerdo la fecha exacta en la que los espectadores vieron la espalda de un cantante, una actriz, una bailarina, porque por razones técnicas, éticas y hasta religiosas en la convención teatral se debía ver la cara del actuante. De frente al público para que se escuche bien.

Esto era muy importante y categórico. No se debía, no se podía dar la espalda, ni andar de espaldas. Era considerado antinatural e incluso feo. Los tratados de la antigüedad decimonónica sobre el asunto lo dejaban muy claro.  Y se mantuvo durante muchos años estos condicionantes que dotaban a la actuación un rigor mortis, parecían como esfinges, siempre dando la cara, con movimientos impostados, además de la voz y la gestualidad.

Liberados de estas servidumbres, los escenarios se han convertido en laberintos de espaldas y escorzos. La frontalidad se mantiene pero para una supuesta ruptura de una simbólica cuarta pared. Para la cercanía. O su simulación. El problema añadido es que debido a esta movilidad, a esta ubicación incierta y a otros factores mucho menos aceptables, empieza a ser habitual ver a los actores con micrófonos para que se escuche bien en todas las situaciones, posiciones y circunstancias. Micrófonos que se ven de manera expresa, como si formaran parte de la estética. Y es una merma artística, todo se codifica, se mediatiza con la técnica. Vemos a actrices de espaldas y las escuchamos de frente. Y distorsiona.