En un momento en que el pulso catalán lo acapara todo y buena parte del final de la batalla se libra en el terreno internacional, el Estado español ha recibido con alivio el resultado del debate de anteayer, dado que tanto la Comisión Europea como la mayoría de la Eurocámara se limitaron a llamar al diálogo y evitaron condenar la represión policial del 1-0. No tendrá el mismo eco en Madrid –ni en París– la aprobación ayer en ese mismo salón plenario de Estrasburgo del llamado Informe Bergeron, que condena sin paliativos otra violencia: la aplicada contra las personas presas y su amplios círculos de familiares y allegados.

El documento, enriquecido con enmiendas como las de EH Bildu, es taxativo al situar esta lacra como «castigo añadido para las familias» e instar a «elaborar medidas que permitan el acercamiento». Hace hincapié en que el alejamiento vulnera el artículo 8 de la Convención Europea de Derechos Humanos, con lo que pone colchón político a la opción de sentencias judiciales de Estrasburgo favorables a los presos vascos que han recurrido, como ya ha pasado en casos de Ucrania, Rusia, Italia o Reino Unido. También recalca la condición de «vulnerables» de los presos enfermos y reclama «mayor protección» para ellos, lo que contrasta frontalmente con la macabra intención verbalizada por Madrid de recluirlos hasta el borde de la muerte. El informe, por cierto, ha tenido el voto a favor del Grupo Socialista Europeo, cuya sección española durante tres décadas ha amparado el alejamiento de los vascos.

Obviamente la resolución es genérica para todo el territorio comunitario, pero cualquier eurodiputado sabe que el Informe Bergeron señala a dos grandes estados empecinados en castigar a presos concretos de un pequeño pueblo llamado Euskal Herria, en una venganza política de manual que ni siquiera les machaca a ellos, sino a sus familias. De Meaux a Algeciras y de Rennes a Málaga; demasiado espacio para querer invisibilizar tanta violencia.