Imanol Intziarte
Periodista
KOLABORAZIOA

A botepronto, diario inconexo tras un mes de confinamiento

La vida tiene algo de juego de las sillas, giras y giras mientras tratas de estar bien colocado para cuando se pare la canción. Porque sabes que va a parar. Como ahora.

Empecé el confinamiento convencido de que vería las películas que no he visto, de que leería los libros que no he leído, de que jugaría a los juegos de mesa que no he jugado, de que disfrutaría por Youtube de los partidos históricos que nunca pude vivir en directo, de que recorrería centenares de kilómetros en la bici estática que solo usaba como perchero…

Todo entre turno y turno de teletrabajo, una hora detrás de otra a solas en una habitación, leyendo teletipos y correos y escribiendo noticias sobre enfermedad, muerte y desplome económico. «Alas negras, palabras negras», decían en Juego de Tronos. Un cuervo con un ordenador portátil.

Entre que no llegaba a una cosa y que la otra me desbordaba, al segundo día mi viejo compañero el bromazepam, siempre en mi bolsillo por si las moscas, me susurraba proposiciones obscenas al oído. Así que opté por el principio filosófico de dejar fluir, y ya iríamos viendo.

Limité mis visitas a las adictivas redes sociales, dejé de seguir a personas que me recordaban a un sádico carcelero en el corredor de la muerte. De esos que se pasean arriba y abajo por el pasillo, arrastrando la porra por los barrotes –clanc, clanc, clanc– mientras susurran «vais a morir todos».

La señora de la guadaña también se ha asomado por nuestra ventana. Amigos de la familia desde hace décadas, la madre de un compañero de trabajo, un conocido del barrio de toda la vida… Y cruzamos los dedos para que no visite a nuestros más cercanos. Reíamos diciendo que se nos iban a acumular las celebraciones y los festejos, pero enseguida nos dimos cuenta de que lo que se nos están amontonando son los funerales.

Es bueno hacer planes. Hace unos años imaginábamos unas vacaciones en Aosta, Italia. Llegó la crisis, el paro, y la guía de viaje se quedó en la estantería cogiendo polvo. Hasta este 2020. Ese era el plan. No creo en gafes pero…

O la final de Copa que me habían propuesto cubrir. Me metí en este oficio para narrar crónicas deportivas, y este era el partido con mayúsculas, con el que fantaseaba desde pequeño. Primero para jugarlo, como todos, y cuando se vio que no iba a ser posible, al menos verlo, vivirlo, contarlo.

Dicen que todo va a cambiar, que daremos más importancia a esto o a aquello, que si lo público, la sanidad, la contaminación, las residencias de mayores, los viajes a largas distancias, la deslocalización… No lo sé, no tengo ni idea. Hay expertos, también mucho aprendiz de augur.

Como lección, qué caprichoso es el cerebro, recordaré lo complicado que es abrir una bolsa de plástico para pesar la fruta cuando llevas puestos guantes y no te puedes chupar las yemas de los dedos. O cómo la etiqueta adhesiva se te queda pegada a esos mismos guantes, aunque la cojas solo por una esquinita.

Se lo contaré a mis nietas. Batallitas de mercadillo. «¿Aitona, tú cómo luchabas en la ‘guerra’ del coronavirus?». «Trataba de no parecer demasiado idiota agitando las manos para deshacerme de una pegatina mientras compraba mandarinas», responderé. «Me perdí mi final de Copa, pero vuestros bisabuelos ganaron la suya», me gustaría poder añadir.

La vida tiene algo de juego de las sillas. A veces te quedas con el culo al aire, otras consigues hacerte un huequecito.