El jueves fue el último día del año y casi no me lo creía. Pensé que estos meses tan difíciles habían pasado rápido, más de lo que imaginé en un principio, cuando la pandemia nos dejó tan desconcertados. Sin embargo, al leer el periódico y ver en imágenes el resumen que hicieron algunos medios, el año entero se me echó encima y pasó ante mí como una triste película cuyo guion ya conocía. Fue en esos momentos cuando adquirí plena conciencia de la hondura del drama humano y social de lo ocurrido. Hasta entonces me había sentido inquieta, a veces entristecida, otras más que enfadada airada por ver tan en carne viva la barbarie de un sistema que agoniza pero no se muere y que, en ese impasse, continúa matando de mil maneras.

Hay quienes defienden la idea de que el mundo ha cambiado y hay que innovar las alternativas. Tienen razón. Pero esa certeza nos debería de comprometer más allá de la teoría, en una acción de cambio social sin florituras. Es por eso que en ese instante me obligué a pensar en positivo y abrir ventanas a la ilusión de encarar con fuerza el porvenir que se avecina. Sin celebrar la Nochevieja, con una solitaria copa de champan en la mano, recibí al 2021, con la grata sorpresa de que un trabajador, con una escabadora, había roto la inercia de una injusta y desesperada resignación laboral. Y para ustedes, a pesar de todo, Urte Berri On.