MIKEL INSAUSTI
CRíTICA: «La partícula de Dios»

Enloquecido cine negro con elementos fantásticos

La de Tony Krantz es una de esas personalidades extrañas, que escapan a los convencionalismos de la industria de Hollywood, y que se siguen sintiendo más a gusto en producciones de serie B. Fue productor de David Lynch en «Mulholland Drive», y como realizador ha firmado un par de inclasificables aproximaciones al género terrorífico con «Sublime» y «Otis». Para hacer «The Big Bang» se ha ido a juntar con el guionista Erik Jendresen, uno de los autores de la serie televisiva de culto «Hermanos de sangre». Pero lo que no tiene desperdicio es el reparto que ha reunido auténticos característicos, entre los que sobresale Sam Elliott , que borda la figura excéntrica del multimillonario hippy.

Y el protagonismo recae en Antonio Banderas, que a mi manera de ver hace un poco como Nicolas Cage, actor cotizado al que no le importa bajar su contrato para meterse en todo tipo de producciones de bajo presupuesto. Habrá quien le critique por poner en peligro su imagen de galán, pero un descenso a los infiernos de la profesión de vez en cuando, puede llegar a ser excitante.

Sale bien parado como duro detective, gracias a que ésta no es una muestra de cine negro clásico, y toda la tipología busca sorprender, retorciendo los clichés hasta hacerlos paródicos. Los diálogos que intepretan son más delirantes que los de Tarantino, con comentarios de astrofísica en torno a la locura del colisionador de partículas que un magnate bohemio ha construido bajo el desierto de Nuevo México.

El final catastrofista juega las veces de climax para los elementos fantásticos que se van insertando en la enrevesada trama, la cual se va volviendo cada vez más inverosimil. A ello contribuye de manera intencionada la estética pulp, con sus luces de neón y referencias al cómic de Frank Miller «Sin City». Todo aparece deformado, empezando porque la chica que busca el gigantón ruso no es tal, sino un físico nuclear travestido que mantenía corresondencia epistolar con el recluso, alimentando sus ingenuos y desproporcionados sueños románticos.