Karlos ZURUTUZA Serekaniye
Kurdos atrapados por la guerra en Siria

Serekaniye, donde los muertos se llevan a los vivos

Las paredes de la Asociación para los Mártires de Serekaniye están repletas de las fotos de los mártires de esta localidad kurda de Siria. Ali Jalil los conoce bien. Los ha enterrado a todos junto con la ayuda de Diar, su hijo de trece años.

En este edificio al oeste de Serekaniye, a 680 kilómetros al noreste de Damasco, Jalil invita a GARA a conocer algunas de las historias de los retratados. Empieza por la de su hermano Abid: «Soñaba con ser periodista hasta que lo mató un francotirador, en noviembre de 2012. Fue al primero al que enterré, y así lo he hecho con el resto desde entonces», recuerda este antiguo comerciante de 39 años, antes de continuar.

«Estos tres llegaron completamente carbonizados; a ésta le cortaron la cabeza, lo mismo que a esos dos...». Uno a uno, señala con el dedo a los protagonistas; apenas media docena de entre el más de un centenar de rostros cuya mirada se pierde en el infinito. Fue precisamente la muerte de su hermano lo que le llevó a crear esta asociación de apoyo a las familias de los caídos en combate. La gestiona junto a otros diez miembros, todos voluntarios como el.

«Además de preparar los funerales, intentamos asistir a las familias con dinero, cestas de comida o mantas para el invierno», explica Jalil. La ayuda, añade, llega del Gobierno provisional kurdo de Siria.

Tras el comienzo de la guerra en Siria en 2011, los kurdos optaron por una neutralidad que les ha llevado a combatir tanto contra el Gobierno como contra la oposición. A día de hoy, controlan tres enclaves al norte del país: Afrin, Yazira y Kobane, siendo este último el más conocido por el brutal asedio a manos del Estado Islámico.

Redur Xelil, portavoz de las YPG (siglas en kurdo para las Unidades de Protección Popular), la milicia que defiende el territorio, aseguró a GARA que, tras el de Kobane, el frente de Serekaniye ha sido el más sangriento para los kurdos de Siria.

Mahmud Rashid es otro de los voluntarios. Tiene dos hermanas y nueve hermanos, «todos combatiendo, incluido uno de 60 años». Dice que uno de ellos, Brahim, cayó en manos del Estado Islámico hace cinco meses, y que no sabe nada de el desde entonces. «Su mujer se acercó a la asociación hace cuatro días para recibir ayuda: ropa para los niños, mantas y 10.000 libras sirias (unos 48 euros)», explica Rashid, de 37 años. La conversación se ve interrumpida por la llegada del camión con los dos últimos féretros encargados por la asociación. Tras descargarlos e introducirlos en la habitación, Jalil y su hijo se aprestan a envolverlos en la tela roja habitual, a la que añadirán la enseña amarilla de las YPG junto a una corona de flores de plástico.

Trabajan con la precisión que confiere un rutina repetida desde hace dos años. Apenas les lleva diez minutos. Amortajar los cadáveres, dice Jalil, es mucho más laborioso, pero no está solo.

«Diar me ayuda en todo y hace lo que haga falta sin protestar», resalta el voluntario, mientras posa la mano orgulloso sobre los hombros de su hijo. Jalil tiene otro hijo, Rojdar, de 11 años, pero no les puede acompañar porque sufre de hepatitis crónica y no sale de casa.

En un informe de este mismo año, Save the Children alertó del grave deterioro de las condiciones sanitarias en el país. El 60% de los hospitales ha sido destruido y la producción de medicamentos se ha reducido en un 70%, a lo que hay que añadir la huida de la mitad de sus médicos. De los 2.500 que había en una ciudad como Alepo, solo quedan 36, asegura la ONG con representación en 120 países, y que demanda una «acción urgente» para que los niños reciban vacunación básica.

No resulta fácil arrancarle una palabra a Diar. «¿Por qué no quieres hablar ahora? Dile cuánto querías a tu tío; dile que os pasabais el día juntos en el Internet café», le espeta su padre.

Sin levantar la mirada del suelo, Diar admite que no tiene mucho más que hacer que ayudar a su padre. «La mayoría de los otros niños se han ido de la ciudad, y los pocos que quedan no se atreven a salir de casa a jugar por los combates», dice.

Para los que se han ido la realidad tampoco es mucho más llevadera. Según un informe de UNICEF, 5, 5 millones de ellos se han visto directamente afectados por el conflicto. Uno de cada diez se ha convertido en refugiado en uno de los países vecinos, y en torno a 8.000 cruzaron la frontera sin sus padres.

Eso sin olvidar el impacto psicológico: «Muchos niños en Siria permanecen en un estado anímico de pura supervivencia. Han visto las cosas más terribles y se olvidan de las respuestas emocionales más básicas», asegura en el mismo informe la especialista en protección de la infancia, Jane Mac Phail.

«Explica al periodista lo que decías los días en los que más bombas caían: `Que echen todas las que quieran, que no nos vamos a ir'», le insiste sin éxito Jalil a su hijo, mientras el pequeño se concentra en centrar la corona sobre el segundo ataúd.

Una vez incorporado, Diar asegura que se unirá a las filas de las YPG en cuanto cumpla los 18. Aún le quedan cinco años y puede que la guerra en Siria ya haya acabado para entonces. No importa. «Seré soldado igualmente», asegura, sin levantar la mirada del suelo. Hasta entonces, dice, ayudará a su padre.