Karlos ZURUTUZA

Una nueva oportunidad para las mujeres «rotas» en Afganistán

Una sencilla operación permite a las afganas aquejadas de una enfermedad desconocida en los países desarrollados recuperar su vida. O casi.

El olor de las heces y la orina las acaba aislando por completo. Sus maridos se divorcian de ellas y quedan estigmatizadas de por vida». La doctora Kohistani apenas necesita dos líneas para describir el drama de las mujeres afectadas de fístula obstétrica.

Junto con el centro de salud de Badakhshan -a 290 kilómetros al noreste de Kabul-, el hospital Malalai es el único que cuenta con un departamento dedicado a tratar una enfermedad que parece endémica al grupo de población más indefenso: mujer joven, pobre y analfabeta en una región remota.

«Al no poderse practicar una cesárea, el niño se les muere dentro y acaban desgarrándose la vagina y la uretra intentando parir», explica la doctora pastún a GARA. «La incontinencia urinaria y/o fecal crónica es la consecuencia más inmediata», añade Kohistani, mientras pasea por los pasillos del ala del hospital dónde únicamente mujeres esperan pacientemente a ser vistas por un médico.

Las hay prácticamente de todas las edades. Algunas muestran signos de evidente dolor mientras que otras aprovechan que están en uno de los escasos lugares en Afganistán donde la falta de presencia masculina les permite descubrir su cabello, quitarse el burka, e incluso remangarse para combatir el calor.

Nazifah Hamra, responsable del Departamento de Fístula de Malalai, toma la palabra de su colega: «La desnutrición durante la infancia es una de las causas tras este fenómeno», asegura la cirujana.

«Piense usted que las mujeres en las zonas más rurales de Afganistán comen siempre después de los hombres. Así, las niñas se quedan a menudo sin ingerir la cantidad de leche y alimentos esenciales para su desarrollo. A esto añádale que una mujer de estas regiones solo acude al médico cuando se casa, y generalmente muy joven», indica Hamra a GARA, justo antes de invitarnos a conocer a algunas de las pacientes. Rukia quiere hablar:

«Me casé a los 15 y quedé embarazada a los 17», comienza su relato esta joven de hoy 26 años llegada desde una pequeña aldea de la provincia de Balj, a 320 kilómetros al noroeste de Kabul.

«Cuando estaba a punto de parir tuve muchísimos dolores pero la carretera a Kabul estaba cortada y me tuvieron que llevar hasta Bamiyán, a 150 kilómetros al oeste de Kabul». Sentada cuidadosamente sobre la cama para no obstruir el catéter que evacua unos últimos restos de orina, Rukia explica a GARA que su hijo murió en su vientre, y que una negligencia médica agravó aún más el desenlace.

En un informe de 2013 sobre los riesgos del matrimonio infantil, Human Rights Watch alerta de que los niños nacidos de madres demasiado jóvenes sufren más problemas de salud y una tasa de mortalidad mayor que aquellos nacidos de madres de más de 20 años. «El daño a las madres jóvenes y a sus hijos, y a la sociedad afgana en su conjunto es incalculable», aseguraba en dicho informe Brad Adams, director de Asia para Human Rights Watch. El alto representante ha pedido al Gobierno afgano que adopte medidas para evitar dichos enlaces.

En el caso de Rukia, su marido no tardó en abandonarla y volverse a casar. Pero más que la terrible experiencia, las secuelas y el posterior abandono, dice, le duele saber que nunca podrá ser madre.

Hamra conoce de sobra su historia, y la de muchas otras. «A toda esta pesadilla se añade la presión de la suegras, que les dicen cosas como `yo he tenido cinco hijos sin ir nunca al hospital'. Muchas de ellas acaban suicidándose», asegura esta doctora, que prefiere mirar al futuro: la operación de Rukia ha sido un éxito.

«De ahora en adelante podrá disfrutar de una vida completamente normal», afirma la cirujana, añadiendo que nada de esto sería posible sin la colaboración del Fondo de Población Nacional de las Naciones Unidas UNFPA (United Nations Population Fund), una organización de desarrollo internacional que busca garantizar «el derecho de toda mujer, hombre y niño a disfrutar de una vida saludable y en igualdad de oportunidades».

Annette Sachs Robertson, principal responsable de UNFPA en Afganistán aportó los detalles a GARA: «Empezamos a trabajar en 2007, en estrecha colaboración con el Ministerio Afgano de Salud Pública. Hemos formado a cirujanos y aportamos equipamiento y suministros médicos, gracias a los cuales se han tratado a más de 400 mujeres con éxito», detalla esta doctora en Biología y Ciencias Biomédicas por la Universidad de Harvard. «La fístula obstétrica es prácticamente inexistente en países desarrollados», subraya, antes de acabar la entrevista.

Los datos lo corroboran. Según un informe de 2011 del Programa de Desarrollo Social y de Salud (SHDP) elaborado con la asistencia de la UNFPA el 91,7% de las afectadas no sabía ni leer ni escribir y el 77,8% aseguraba que sus ingresos medios mensuales eran inferiores a cien dólares por familia. El estudio, que sitúa la cifra de enfermas en cuatro de entre mil mujeres en edad reproductiva, apunta como denominadores comunes entre las afectadas a los altos índices de analfabetismo, el matrimonio temprano y las interminables jornadas de trabajo.

Najiba también cumple el perfil pero, gracias a otra exitosa intervención, pronto estará de vuelta en casa. Nacida en Baghlan, a 220 kilómetros al oeste de Kabul, ha sufrido incontinencia durante los últimos 14 años por un problema de fístula. Tras casarse a los 17 quedó embarazada y perdió a su primer hijo tras un parto que duró tres días. Pero, a diferencia de la mayoría de las afectadas, su marido la apoyó y hoy tienen seis hijos en común.

«Mi marido se enteró de que existía este hospital por la radio», explica la joven, con una sonrisa difícil de encontrar entre las que comparten su enfermedad. «Fui muy afortunada», asegura.