Maitena Monroy
Activista feminista, fisioterapeuta y profesora de autodefensa feminista

Romper el silencio, construir la memoria

La autora reflexiona sobre la necesidad de construir una memoria, individual y colectiva, en torno a la violencia machista. Revela haber sido violada por un familiar en su infancia e invita a revisar la connotación que se da al concepto de víctima, reivindicando la lucha feminista.

Getty Images
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En estos tiempos de mascarilla obligatoria nos miramos más a los ojos, quizás con la intención de seguir reconociendo la humanidad que nos cuesta ver en esas miradas a las que les falta la expresión del conjunto. Ver toda la expresión facial nos permite reconocernos en la otra a través no de lo que dicen las bocas sino de los gestos y expresiones que transmiten las emociones que acompañan a las palabras.

Este artículo está dedicado a todas esas circunstancias en las que a la violencia le falta eso, la violencia física esperada. El horror del desconocido en plena calle porque el horror está dentro de la familia, del campamento de verano (como reconocía M. Iriarte), del vecino… La violencia silenciada y que no nos permite ver toda la imagen que nos haría entender la vida de muchas mujeres. No es clara esta violencia porque no hay gritos, ni golpes, ni un lobo o manada callejera; solo la intimidación y el abuso del conocido.

Parte de la vivencia de un hecho está fundamentado en las creencias y expectativas que cada persona le adjudicamos. En el relato patriarcal siguen explicándose los abusos y la violencia como un hecho sexual y muchas mujeres han asumido dicho relato como la verdad sobre la sexualidad y nuestro cuerpo. Estoy segura de que habrá quien considere que nos ha costado mucho visibilizar la violencia sexual, como la violencia de género, pero ello no es óbice para que sigamos repensando cómo analizamos y nombramos lo que nos pasa. Des-sexualizar la violencia para que la narrativa de la misma no tenga conexión con la sexualidad y los impactos que ello genera, es uno de los quehaceres.

El feminismo como práctica que tiene que encarnarse, donde las mujeres decimos «en mi territorio mando yo», mi sexualidad y lo que yo soy jamás me lo van a arrebatar, aunque sea un objetivo patriarcal dejarnos ‘marcadas’. Hace años, una maestra feminista me dijo que lo que siempre le había gustado de mí es que «nunca fui de víctima» y yo le respondí que «no podía serlo sintiéndome culpable y avergonzada por lo sufrido». Es difícil identificar de dónde carajo viene el malestar que sentimos cuando te han hecho creer que eres responsable y partícipe de lo que está pasando porque ’consientes’ a lo que no te puedes oponer. Lo he dicho en numerosas ocasiones, reconocernos como víctimas no es ir de víctimas; reconocer la violencia no busca compasión sino justicia, en la que la deslegitimación patriarcal y la reparación de las víctimas es fundamental. Ningún movimiento social que luche contra la opresión puede dar la espalda al sufrimiento que ello genera. Ahora bien, es cierto que, por la propia construcción patriarcal de la feminidad como seres pasivos, asociamos esta pasividad sin agencia con las víctimas. No me extraña que nos revuelva ese corsé contra el que hemos luchado para tener agencia política y proyecto vital pero no es posible despatriarcalizarnos sin identificar cómo el patriarcado ha escrito nuestra manera de entender el mundo y las formas de reaccionar frente a esas creencias patriarcales. Quizás detrás de las palabras de mi maestra estaba el no verme en esa imagen patriarcal de la pobre, ingenua y pasiva víctima. No digo que no haya mujeres que se han quedado en ese modelo de indefensión que el sistema nos ha asignado, digo que romper con ese modelo estigmatizador es una de nuestras tareas.

La construcción del relato, de las voces a las que se da autoridad, de la legitimidad en la construcción de la memoria, es otro de los quehaceres. La humanización de las víctimas que pasa por que escuchemos, veamos su dolor, pero también sus ejercicios de resiliencia. Que rompamos con el paternalismo con el que muchas veces se ha mirado a las mujeres, siempre en esa minoría de edad, en la pasividad que invisibiliza a las mujeres que fueron nuestras primeras precursoras feministas, aquellas que frente a la violencia decidieron resistir. La historia de las mujeres está llena de violencia, pero también de resistencia y rebeldía. Lo uno sin lo otro no se puede entender, carece de lógica. Ya saben aquello que cantaba Jeannete de «soy rebelde porque el mundo me ha hecho así». Pues bien, soy rebelde feminista porque existe el patriarcado y no soy un mero objeto donde se ha ejercido violencia. Mi primer recuerdo de infancia es una violación de un tío ‘carnal’. Esa es parte de mi historia, que no puedo negar, y que ahora tengo la certeza de que fue lo que me impulsó a formar a otras mujeres en autodefensa feminista, consciente de que si nos tocan a una nos tocan a todas y de que juntas es la única manera de realizar el camino. Modular el significado de lo que ocurre, resignificar lo vivido no como lo que determina mi vida sino como un hecho, con tiempo y espacio concreto, que me ocurrió por la voluntad de un/os agresor/es machistas y la permisibilidad de un sistema que organiza el control de la vida de las mujeres en torno a la violencia, nos permite ver la imagen de conjunto. Entiendo que muchas feministas se nieguen a reconocernos solo como víctimas, no es esa la propuesta. La propuesta es reconocer y reparar, acompañando los procesos de las mujeres víctimas para que esa violencia no sea lo que determine nuestro ser, pero a su vez que su invisibilización  no sea lo que marque nuestra vida y a las futuras generaciones.

Con nuestras mochilas, no se puede desaprender lo aprendido, no somos una nueva página en blanco, pero lo que somos no puede estar determinado, solo, por esa violencia. Se puede decidir qué peso tiene cada aprendizaje y en qué manera nos determina. El pasado importa. Importa en lo individual porque es parte de nuestra biografía, de lo que me ha pasado y, en lo político porque es parte de nuestra memoria histórica. Necesitamos la construcción de nuevas narrativas en las que la violencia sea eso, solo violencia.

En el 2010, desde la Asamblea de Mujeres de Bizkaia, recogiendo los trabajos de Miren Llona sobre la necesidad de construcción de la memoria histórica, comenzamos una campaña para que Bilbo tuviese una plaza 25N. 11 años después, otros colectivos y pueblos se han sumado, de una u otra manera, a esta iniciativa para construir la memoria sobre la violencia sexista que ha atravesado nuestros cuerpos y vidas. No nos callamos pero es que, además, nunca nos quitarán la alegría de estar vivas y de compartir el camino de la rebeldía feminista con tantas a las que nunca conseguirán silenciar. Nuestra ‘marca’ es la rebeldía.