
A medio camino entre el cine asiático y el occidental, el terror australiano es una constante fuente de innovación y riesgo, sobre todo por parte de sus debutantes. La ópera prima de Natalie Erika James sorprendió en el Festival de Sitges, donde se hizo merecedora de una Mención Especial del jurado a la Mejor Dirección.
La abuela de la directora falleció de Alzheimer poco antes del estreno de la película, por lo que la inquietante actuación de la veterana actriz Robyn Nevin cobra si cabe una mayor relieve en la interpretación de este intenso relato sobre las relaciones aisladas, dentro de un viejo caserón rodeado de zonas boscosas, de tres generaciones de mujeres pertenecientes a una misma familia.
El rol de la hija lo asume Emily Mortimer y el de la nieta veinteañera, Bella Heathcote.
De Natalie Erika James llama la atención su contención narrativa, digna de una cineasta más experimentada. Sabe desarrollar el suspense sicológico a fuego lento y en la dramatización utiliza una fisicidad muy del maestro David Cronemberg.
El escenario de la casa se convierte en un protagonista más, con las humedades de las paredes, las maderas que crujen y las notas escritas que delatan la pérdida de memoria de la anciana, cuya desaparición inicial envuelve en misterio el resto del relato, que va ganando en tensión y locura claustrofóbica.

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