Ibai Gandiaga
Arquitecto

New York’s Litle Island

He hablado en más de una ocasión del estudio británico de Thomas Heatherwick, y otras tantas me he mordido los padrastros de las uñas para no hacerlo; a veces simplemente ha sido porque me parece que hay muchos buenos estudios a los que mirar, y repetir da a entender que eres acomodativo. Otras veces, su nombre aparecía demasiado ligado con otras prime donne como Norman Foster o Bjarke Ingels, y en esas ocasiones tampoco se sabe demasiado bien de quién es el hijo, y casi mejor ni preguntar. En esta ocasión, en la que me despido de estas páginas tras casi 15 años de colaboración, el proyecto de la pequeña isla de Nueva York me permite hablar sobre las pequeñas obsesiones que he desarrollado a la hora de hablar de arquitectura en esta sección.

El estudio de Heatherwick fue invitado por el filántropo Barry Diller y el Consorcio del Parque del Río Hudson para diseñar un nuevo muelle al suroeste de la isla de Manhattan, en el Pier 55. El nuevo muelle debía de construirse sobre los antiguos pilares de los viejos muelles, todavía anclados en el lecho del río, 200 metros más allá.

La idea del proyecto partió, según los autores, de volver a pensar la experiencia de pasear por una pasarela de madera por encima del mar. Esa sensación, a caballo entre el juego y la huida, es la que dio comienzo al proyecto, ya que no comenzaron, como podría deducirse de las imágenes del proyecto, pensando en la estructura, sino que se empezó por pensar cómo querían que se sintiera la persona. Pronto concluyeron que lo importante era la emoción de saberse encima del agua, la sensación de salir de la ciudad, el goce de llegar a una pequeña parcela de naturaleza, casi como si de un Central Park se tratara, en mitad de la ciudad con más densidad de población de los Estados Unidos.

Ahí mi primera obsesión, a la hora de encontrar una obra que me gusta: que tenga a la persona muy en el centro del diseño, que sea un espacio humano. Y es que la clásica definición de la arquitectura, ‘un arte con razón de necesidad’, se deja de aplicar directamente en aquellos edificios que no piensan que su forma debe de seguir a su función, y no contrario.

Cómo se ejecuta esa idea, también es importante: los nuevos postes que emergen del Hudson ‘crecen’ hasta conformar el suelo, a varias alturas, como paraguas invertidos y, al juntarse los unos con los otros, forman el suelo del parque. El resultado queda como un retal de terreno, recortado de algún sitio y plantado aquí mediante alfileres. Los bordes de ese terreno tienden hacia arriba a propósito, para que la luz natural entre todo lo posible sobre las aguas que han tapado (y que cuentan con un pequeño ecosistema propio).

Un macetero gigante

Dentro de esa sinceridad del proyecto, otro punto que lo refuerza es cómo un paraguas invertido sirve como gigantesco macetero, sirviendo para rellenar de tierra vegetal para un centenar de especies de árboles y plantas. El responsable del proyecto de paisajismo es el estudio neoyorquino MNLN, dirigido por las paisajistas Signe Nielsen y Kim Mathews. Cada rincón del parque representa un microclima diferente.

También es de agradecer que, cierto o no, los proyectistas razonen cómo van a parar con las formas del proyecto; para dar con la forma de los maceteros, se tomó como imagen de inspiración el aspecto del río cuando este se hiela en invierno, y se reinterpretó para que fuera, al tiempo, una forma suave y orgánica, pero también algo que se pudiera estandarizar y fabricar en serie para abaratar precios. Los maceteros de las esquinas recibieron un tratamiento especial, más singular, para mejorar el aspecto, junto con los que están en el centro de regularizaron.

La última cosa que suele resultarme atractiva al escoger una obra es lo que cuenta sobre la situación actual de nuestras ciudades, porque quiero entender que la arquitectura guarda un fuerte componente político, en su causa y su efecto. Y es que esta obra también cuenta con una golosa historia de cómo se inicia –con una de las principales promotoras de otra obra singular, el High Line, convenciendo a Dillier para iniciar el proyecto–, cómo fracasa el diseño –Heatherwick fue obligado a cambiar su primer diseño por completo–, cómo se frena y se judicializa –la sociedad City Club of New York paró el proyecto argumentando daños medioambientales–, y cómo se acaba –con un costo total de 200 millones de dólares de los 35 inicialmente planteados–. Esta última parte, ya lo sabrá el amable lector que hasta aquí me haya acompañado durante estos casi 15 años, suele ser la más interesante.