El tamaño no importa
Sobre la importancia de superar los complejos de grandeza... o de inferioridad.
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Nunca olvidaré la confidencia que Bernardo Bertolucci desveló en aquella última rueda de prensa que protagonizaría en el Festival de Cine de Cannes. El hombre venía de regresar triunfante con ‘Tú y yo’, y a eso se suponía que debíamos ceñirnos... pero llegado el momento, él mismo se mostró más interesado en hacer repaso de su impresionante carrera. O sea, que tocó hablar de ‘Novecento’, ese mastodonte de más de cinco horas de duración; esa película que si en su momento no participó en la Competición por la Palma de Oro (y ahí vino la noticia, con décadas de retraso) fue porque el propio director se negó a ello.
Resultaba, siempre según sus palabras, que ‘Novecento’ era un objeto tan colosal, que a la fuerza haría perder al jurado evaluador la perspectiva del asunto. Esto es, el cine. Bertolucci abrió debate consigo mismo, y determinó que un trabajo tan colosal como el suyo (se mirara como se mirara) empequeñecería a todo lo que se le pusiera al lado, y claro, esto no era justo. De modo que se optó por la separación; por ni tan siquiera tratar de mezclar lo que, a su parecer, eran materias inmiscibles. Porque ahí estaba su grandeza... y después, mucho más allá, estaba todo lo demás.
En Cannes, festival de festivales, se sentó cátedra al respecto, y al final se decretó que en esto del cine, el tamaño sí importa. Visto desde nuestros días, tiene todo el sentido del mundo, más aún cuando comprobamos que en todos los premios que otorgan academias y otros certámenes del mundo se mantienen barreras insalvables como la distinción entre largometrajes y cortometrajes... ya no hablemos de series de televisión, ese mundo ahora tan de moda, y que entre todos hemos decidido poner aparte.
Me detengo en todo esto a cuento de una de las secciones más estimulantes de Zinemaldia... y aún así (o precisamente por esto) una de las más polémicas. Bien por ello, debo añadir, pues a un festival de cine hay que pedirle, en parte, que agite nuestros fundamentos; que nos incomode... que nos obligue a reconsiderar nuestras certezas, vaya. Luego, con el paso del tiempo y la confirmación (u olvido) de lo pregonado, se verá si el certamen en cuestión llevaba razón o no, pero mientras, como he dicho, debe aplaudirse la valentía en la defensa de ideas nuevas... por mucho que estas puedan parecernos locuras a primera vista.
De Zabaltegi-Tabakalera estoy hablando todo el rato, aunque a momentos no lo parezca. Ya desde el anuncio de la selección final de películas, dicho espacio ha tenido que enfrentarse a esa acusación que la cinefilia más perspicaz acostumbra a usar como arma arrojadiza hacia los comités de selección que no satisfacen sus expectativas... o simplemente cuando no acaban de entender su línea editorial. Total, que no han sido pocos los que han comparado la terna final de productos propuesta ahí con un cajón de sastre.
Es decir, con un grupo de películas cuyo único denominador común es el haber gustado al comité de selección. Sin ningunas temáticas fuertes de fondo; sin ningún propósito general más allá de, como decía, celebrar las filias de un grupo determinado de personas. Pero ¿y si el término «cajón de sastre» pudiera tener también connotaciones positivas? ¿Y si, precisamente, la intención del equipo consistiera en invitarnos a juntar aquello que nos habían dicho que no podía ser juntado? En este sentido, el hecho de que en Zabaltegi-Tabakalera tengamos a largos, cortos y sí, series compitiendo por el mismo premio, me parece uno de los gestos más atrevidos que haya visto últimamente en cualquier festival cinematográfico.
Esto, por supuesto, me gusta tanto que me da igual si la voz de la sensatez nos sugiere que esto, a lo mejor, no sea más que una insensatez. Por ejemplo, los hay que todavía no han acabado de digerir el premio a la Mejor Película del curso anterior. Este se lo llevó ‘Song For the Jungle’, de Jean-Gabriel Périot, una pieza de apenas un cuarto de hora de duración que se llevó por el camino a titanes del calibre de Jean-Luc Godard (‘El libro de imágenes’), o a la impresionante dupla china compuesta por Bi Gan (‘Largo viaje hacia la noche’, con plano secuencia de una hora en 3D incluido) y Hu Bo (‘An Elephant Sitting Still’, de casi cuatro horas de duración).
Este año puede suceder lo mismo, porque como he dicho, prácticamente todos los formatos en los que ahora mismo se manifiesta el arte cinematográfico compiten en igualdad de condiciones. Están las películas de «toda la vida» (véase ‘Les enfants d’Isadora’, de Damien Manivel), están sus «versiones reducidas» (como por ejemplo ‘Lursaguak’, de Izibene Oñederra)... incluso ese hermano menor (o mayor, ya no se sabe) televisivo (‘El fiscal, la presidenta y el espía’, de Justin Webster, serie con una duración total de seis horas). Por designios de ese cajón de sastre que si al final resulta que solo estaba ahí para provocar, pues incluso así le voy a comprar (encantado) la propuesta. «El tamaño no importa», afirman desde Zabaltegi-Tabakalera, y sí, en el cine debería ser así.