Txema García
Escritor y periodista, miembro de la plataforma Guggenheim Urdaibai STOP

«2041: una odisea en Urdaibai»

La bruma cubría toda la marisma a la altura de Kortezubi mientras en la cercanía una solitaria ave rumiaba los restos de un botín que más bien pareciera ya pura podredumbre. Txomin Bengoetxea miró a los cielos como queriendo buscar alguna solución al desasosiego que manaba de su interior desde tiempos inmemoriales. No, allí, sobre aquel lienzo plomizo, no había ninguna respuesta a sus inquietudes sino solo el reflejo de unos tiempos cada vez más grises.

Cogió la azada y se dirigió a un pequeño terreno que todavía cultivaba frente a su baserri. Ya casi en tierras del olvido quedaban aquellas cosechas que cuando era niño lograban sus antecesores. Dos escuálidas hileras de puerros, algunas lechugas y unas pocas plantas de pimientos y tomates era lo único que quedaba de toda una tradición centenaria convertida ahora en total dependencia alimentaria. Su país, su gente, había abandonado su tierra.

La maleza se iba adueñando del paisaje, pero también, de ese otro territorio que es la salud emocional de sus habitantes. Los árboles de su huerta, otrora frutales, casi habían desaparecido del horizonte. Y el pino y el eucalipto cubrían llanos y laderas, desertizando el terreno, esquilmando acuíferos y ascendiendo hasta las cimas de los montes.

Era sábado. Pronto comenzaría a oírse el bullicio incesante de caravanas de coches en todas las direcciones. Unos escapando de la ciudad y otros huyendo de los anteriores hacia no se sabía dónde. El país, su país, se había convertido en un escalextric infernal de autovías, puentes y túneles que se interconectaban en todas las direcciones quizá para seguir dando vueltas en la noria del absurdo y no encontrarse con nadie.

Txomin Bengoetxea hacía mucho tiempo ya que no hablaba con sus vecinos. Su baserri había quedado encajonado entre varias urbanizaciones plagadas de gente con otros intereses. Alguna vez había oído sus conversaciones. Hablaban de inversiones, de altas rentabilidades, de producto interior bruto, incluso alguno de ellos de un concepto que no acababa de entender: «las nuevas masculinidades».

Txomin sentía que vivía en otro planeta. Su azada era, permítaseme el símil, una antigua nave espacial que le conectaba, primero con su tierra, y luego, con la infinita y maravillosa creación del Universo. Él, a diferencia de sus vecinos más recientes, no invertía para sacar unas desmesuradas rentabilidades. Plantaba puerros y tomates, y dejaba que las gallinas corrieran a su aire, para sentir que formaba parte indisoluble de un lugar en el que convivía en armonía con otros seres vivientes llamados, genéricamente, plantas y animales, además de con un cielo, una tierra y un mar que eran sus únicos dioses reconocibles.

Txomin no tenía prisa por llegar a ninguna parte y estaba sujeto a las leyes de la Naturaleza, para él las más imprescindibles. Tampoco necesitaba de gimnasio alguno para cultivar un cuerpo exuberante y miraba los callos de sus manos como esa tierra recién labrada que tarde o temprano dará sus frutos a poco que se trabaje y se cuide.

Sí, era sábado y en su mente anidaba la idea de quitar las malas hierbas que amenazaban su ya de por sí menguante cosecha, en una Reserva de la Biosfera plagada de «especies invasoras» que las autoridades habían dejado crecer y extenderse impunemente.

El mundo, su mundo, había cambiado tanto en los últimos años que ya le resultaba irreconocible. No tenía casi nada que ver con el de sus padres y, mucho menos aún, con el de sus abuelos y ancestros que había vivido en estas tierras desde siempre.

Todo se precipitó, a peor, cuando El Proyecto, así lo llamaban con letras bien grandes, aterrizó en la comarca como si fuera otra “especie invasora” en forma de gran astronave alienígena. Sus promotores, una cuadrilla de amigos del mismo partido gobernante que acaparaba el poder de las mayores instituciones, ya lo advirtieron desde sus inicios. «El Proyecto se hará Sí o Sí, diga lo que diga la gente». Y comenzaron a repartir consignas y bendiciones, sobre todo en el “Pravda” (el periódico más leído en la comunidad) y en el “Vaticano News”, es decir, en el diario del sacrosanto partido dirigente. «Va a ser una nave gigante que solo traerá riqueza y bienestar a nuestro pueblo», pronosticó el Mesías político de aquel tiempo.
 
Y se hizo, vaya que si se hizo, para asombro del mundo y beneficio de una Fundación de cuyo nombre Txomin Bengoetxea prefería no acordarse, pero eso sí, a costa del dinero de todos los contribuyentes. A partir de aquí la Historia, esa que se escribe con letra pequeña para ocultar los más grandes males, rodó cuesta abajo sin que nada ni nadie pudiera parar la catástrofe.
Gentes de todo el mundo llegaban a Urdaibai a riadas, no, mejor dicho, a mares, como si hubieran descubierto un Nuevo Continente, una especie de nuevo «Lourdes». Las luces de El Proyecto iluminaban una comarca antes perdida en los mapas y que ahora copaba primeras planas y grandes titulares, cuando no comentarios de influencers y youtubers, además de acaparar el interés de las redes sociales.

Hoteles, agroturismos, viviendas turísticas y restaurantes comenzaron a crecer exponencialmente, mientras la pesca desaparecía y lo rural quedaba como un mero recurso pintoresco para las cámaras de los teléfonos ultramodernos de aquellas nuevas generaciones de visitantes.

Muchos de los que venían a la Nueva Tierra Prometida no eran peregrinos de paso sino esquilmadores de paisajes, consumidores momentáneos de cualquier espacio hermoso que se les pusiera a tiro de su revolver fotográfico, cargado de proyectiles perecederos casi al instante.

Txomin hacía años que no frecuentaba lo que en algún tiempo fueron las playas de Laida y Laga. Ahora eran un arenal reservado para hamacas y sombrillas de pago, salvo una pequeña zona libre convertida en lugar muy cotizado para quienes de madrugada comenzaban a coger posiciones.

Algunos pueblos como Mundaka, Sukarrieta y Elantxobe habían seguido los pasos de San Juan de Gaztelugatxe, convertidos en “fortalezas de piedra contra al oleaje” en forma de un tsunami de visitantes: había que solicitar cita previa para poder acceder a la localidad y solo durante un tiempo determinado.

Todo estaba supeditado a El Proyecto, en realidad otro Museo que también le había salido gratis a aquella Fundación yanqui, el segundo que hacían en forma de nave, quizá en homenaje a que, durante más de ochenta años, y de forma muy irregular, allí mismo había estado funcionando un astillero privado que había dejado la factura de la contaminación de aquellas tierras, para que las pagaran también, no ellos, sino todos los contribuyentes.

Txomin acabó su tarea como hacía todos los sábados de forma impenitente. Era un indígena sin selva, un exiliado en su propia tierra. Miró a los cielos de nuevo. Por ellos ya no pasaban ni naves espaciales ni, incluso, las aves, que habían desaparecido intentando huir de la debacle. Miró de nuevo a lo lejos, ahora hacia aquel monolito construido bajo la imposición del «Si o Sí» y cuyo significado e interés, salvo para algunos pocos, no entendía nadie.

Levantó la azada y la lanzó al aire. El cielo se tornó negro, como si la Naturaleza entera entendiera que esa era la señal de que la Tierra y sus vidas estaban en peligro y era necesario concienciarse sobre los cada vez menos recursos disponibles.

La azada cogió un vuelo inexplicable. Y de pronto, allí, sobre el cielo de Kortezubi apareció otra azada más surcando los aires. Y otra más… Y muchas más sobre Arteaga, Arratzu… y también al otro lado de la ría, en Gernika, Forua, Murueta… por todas partes. Y luego se escuchó un irrintzi, y otro más… y uno muy lejos, por Elantxobe. Era la rebelión de los contribuyentes hartos de pagar las chapuzas de los de siempre.

Nota.- Cualquier parecido con la ficción es pura realidad. Dedicado a Stanley Kubrick (“2001: una odisea en el espacio”) y a todas las personas que defienden la Tierra y la Vida frente a la Especulación y la Muerte.

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