Iñaki Egaña
Historiador

25 años de Lizarra-Garazi

En un contexto de guerra de baja intensidad, el Acuerdo de Lizarra-Garazi fue un oasis temporal fraguado en el seno de las fuerzas políticas, sociales y sindicales de la sociedad vasca, convertido también en paradigma de construcción nacional. Comenzado por la territorialidad y afinando con la conclusión de que cualquier proceso soberanista deberá llevar asociado el apoyo y la participación del movimiento sindical y del social.

Los intentos anteriores, el último en Txiberta en 1977, habían fracasado apenas intentarlos. Sin embargo, Lizarra-Garazi era el paso natural si las Conversaciones de Argel de 1989, entre ETA y el Gobierno español, hubieran continuado a nada que tanto el Ejecutivo hispano como la organización armada vasca, con un poco de cintura, hubieran alargado aquel guion que marcaba una mesa de partidos políticos.

Desde la perspectiva, el Acuerdo de Lizarra-Garazi se ha contemplado como el de un fracaso o, en el mejor de los casos, como un éxito exclusivamente coyuntural. Pero todos somos hijas e hijos de aquel Pacto y las consecuencias y la visualización del «derecho a decidir» y de la posibilidad de una vía de compromiso soberanista, han llegado hasta nuestros días. No hay abstracción posible, con la constatación de que la estrategia política-militar estaba agotada y la de que las «vías exclusivamente democráticas» se iba a enfrentar a un monstruo poderoso y a sus aliados de la comunidad internacional. La experiencia del procés catalán y el referéndum popular de 2017 ha mostrado que esta última llevaba adosada, asimismo, una carga de espinas, apenas de rosas.

En el interior de la izquierda abertzale, el acuerdo rompió una disciplina habitual desde sus inicios, la de hacer bloque común frente a los Estados enemigos. Eran los tiempos de una «estrategia de guerra», con todo lo asociado del término, desde la asunción de los daños colaterales como inherentes al conflicto hasta la escasa empatía con las víctimas, pasando en ocasiones por asumir la enorme carga de la represión (ejecuciones extrajudiciales, tortura, prisión, exilio, deportación, guerra sucia…) como una parte adherida del conflicto. Las diversas sensibilidades, que las había, eran tapadas por un discurso público cerrado, en aras a mantener la cohesión estratégica. La disciplina, al margen de las críticas a posteriori, fue seña de identidad. Un valor indudable que convertía al movimiento revolucionario vasco en singular, frente a otras experiencias europeas y latinoamericanas.

El propio proceso y su ruptura advirtieron de estas sensibilidades. En plena tregua, ETA concedió una entrevista a EITB en la que anunciaba que en esa mesa partidista había dos sillones vacíos que había que rellenar: «Porque es un proceso democrático y porque todo el mundo tendrá la posibilidad de defender su opinión y su proyecto. Para ello será lo mismo uno del PP o del PSOE, cada uno con su ideología, pero siempre y cuando dejen fuera las armas y otro tipo de presiones».

Ya la estrecha votación en el seno de la dirección de la organización armada vasca para romper la tregua marcaba una tendencia. En el interior de los firmantes de Lizarra-Garazi, la pugna jeltzale, visualizada entre independentistas y estatutistas, con la victoria de los primeros arropados por un Arzalluz en el ocaso de su carrera política, abría también un periodo coyuntural, con el Plan Ibarretxe de paradigma, que pronto se rompería tras el ascenso, hasta hoy, del entonces tándem Josu Jon Imaz-Urkullu. Los «michelines», el músculo habitual del PNV (entonces Pradera, Azkuna, Sudupe…), impusieron las tesis actuales: a la izquierda abertzale, ni agua.

En el sindicalismo, ELA, hegemónico, dio un paso atrás al sentir que el Acuerdo no era una pista de aterrizaje para ETA como presuponía, al contrario, la activación de un proceso histórico al que aún le quedaban años de recorrido. Su actividad ante la resolución del conflicto le llevó a transitar un camino tenue, de desconfianza, apenas roto en ocasiones con el apoyo a iniciativas en favor de los presos políticos.

Entonces, inmersos en un mar de declaraciones, tengo la impresión de que el juicio contra la cúpula del cuartel de Intxaurrondo, desarrollada simultáneamente a la última fase de los acuerdos, influyó sobre manera entre los dirigentes de la izquierda abertzale que, a pesar de las escasas condenas, observaban cómo el aparato represivo del Estado, quedaba impune, añadiendo a esa impunidad goterones de soberbia. El factor humano, la impotencia ante la injusticia, también forma parte de nuestras decisiones políticas.

Las muertes por ETA de Fernando Buesa, y su escolta Jorge Díez, abrieron la caja de los truenos. Y en ese nuevo escenario, es donde la propia izquierda abertzale mostró, por vez primera, sus diversas sensibilidades. LAB apuntó a una sensación compartida en su espacio natural: «la responsabilidad de estos hechos corresponde a sus autores, agudizan el conflicto político, situándolo en niveles de crispación y confrontación social muy negativos para el conjunto de la sociedad vasca. Entendemos que actos de esta naturaleza no contribuyen al impulso y desarrollo de los avances dados en los últimos meses».

La sombra de Lizarra-Garazi tiene, desde la perspectiva, muchas aristas. Pero, como dijo a un periodista italiano un dirigente de la izquierda abertzale, aún hoy en activo: «pudimos ganar por 2-1 y acabamos perdiendo por 7-0». La mayoría absoluta de Aznar en marzo de 2000, la agudización de la represión, las ilegalizaciones y los autos de Garzón, echaron toneladas de leña al fuego del conflicto.

Hoy, en el cambio de paradigma, a pesar de la lejanía del Acuerdo de Lizarra-Garazi, su semilla recuerda que los acuerdos de país son una parte esencial en el cambio de rumbo al que aspira el sujeto transformador. Las fuerzas no están únicamente en las delegaciones partidistas a través del voto electoral, sino también en lo que es la espina dorsal de cualquier sociedad, el pueblo (herria).

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