Javier Mina

Sin dejar de imaginar la igualdad

Las mujeres que se manifestaron en Madrid, en Bilbao en Barcelona, en Iruñea... en todo el mundo, esas mujeres son la esperanza. Son la fuerza. Son el progreso social.

Aroa, mi nieta, me enseña la ropa que se acaba de comprar. Está hermosísima. No me gustaría que sobrevalorase estar guapa y me callo. Pero se le siente espléndida. Me limito a decirle que le queda muy bien. Añade, encantada, que la camiseta le ha costado tres euros y siete una especie de sudadera azul que le cae de mareo.

La deliciosa sonrisa y el reiterado ascenso de cejas que me ha regalado, al tiempo que recalcaba los exiguos precios, ha desencadenado una corriente eléctrica en mis neuronas que velozmente, algo ya muy raro, han extraído de los anaqueles de mi memoria el artículo que leí ayer mismo: «Mujeres y niñas cobran 11 céntimos a la hora por coser las prendas de las multinacionales occidentales de la moda». No me ha parecido momento y no le he comunicado lo que estaba pensando. Pero he decidido que a la noche, sin falta, enviaré a su Hangouts el enlace del artículo. Sin comentario alguno.

En el campo de Moria tres niñas de unos doce años, la edad de Aroa, juegan a imaginar. Imaginan. No pueden llegar a sospechar que su situación pueda prolongarse, o ir a peor, tragándose todas sus imaginaciones. No pueden llegar a imaginar que los europeos sean, perdón seamos, tan malvados.

Amina y Lama comentan las ilusiones que en la tienda, a las noches, cuando piensan que ellas y sus hermanos están dormidos, escuchan a sus padres en voz muy baja. Hablan de Bélgica, de Alemania, de Suecia...

Sahira, por su parte, asegura que ella, digan lo que digan sus padres, irá Francia. Recuerda cómo siendo muy chiquita, unos cuatro años, su abuela se la llevaba al zoco en Aleppo. Se detenían en un puesto de perfumes y jabones y la abuela le mostraba una foto de la torre Eiffel. Repetía que le hubiese gustado viajar a esa ciudad. No sabe si su abuela vive, se negó a pasar a Turquía. Pero está segura que desea, o hubiese deseado, que ella llegara a París. Nada sabe de 1789, ni de la Comuna, ni del 68, ni de chalecos amarillos. Sólo quiere ir a París, la ilusión de su abuela.

Presas en burkas azulados, cuatro muchachas afganas que pasean por el Centro Comercial de Haji Nawab en Kabul se detienen en el puesto de los televisores. Una gran pantalla sintoniza la CNN-News18, una cadena india. En ese instante muestra imágenes de la manifestación de mujeres en Madrid. La comentarista, envuelta en su sari sin disimular su satisfacción, afirma que en todo el mundo se han realizado manifestaciones por la igualdad de hombres y mujeres. Faraha, que habla inglés, traduce sus palabras a sus compañeras. Sienten una rara sensación. No entienden por qué ellas no pueden imaginar hacer lo mismo que esas mujeres de todas las edades que gritan tras las pancartas.

No saben que su país hace sesenta años era distinto. Que las mujeres apenas llevaban burka, que las élites de Kabul estaban influidas por Francia, que la gran mayoría eran muy pobres, pero tomaban decisiones en su casas y en sus pueblos. No saben que los dirigentes del país hicieron alianzas con los rusos. No saben que los enemigos de esos rusos, los estadounidenses, que viven a miles y miles de kilómetros y apenas saben que existe su país, para tener más poder en la zona, rica en petróleo, decidieron echar a los rusos de Afganistán. No saben que para conseguirlo favorecieron a los talibanes, religiosos intransigentes y descerebrados, que se hicieron así con el poder y hundieron la vida de las mujeres del país.

El empleado de los televisores descubre sus figuras enfrentadas a la pantalla en la que miles de mujeres desfilan radiantes. Inmediatamente cambia de cadena y les va empujando suavemente fuera del establecimiento.

Las mujeres que se manifestaron en Madrid, en Bilbao en Barcelona, en Iruñea... en todo el mundo, esas mujeres son la esperanza. Son la fuerza. Son el progreso social.

Entre ellas estaban mi esposa, mi hija, mi nieta, mis vecinas, mis amigas… Pidiendo esa igualdad estábamos también yo, mi hijo, mi nieto, amigos míos...

Entre todas y todos hemos de buscar la manera de dejar de trasmitir, dejar de imprimir socioculturalmente en los niños y niñas de nuestra sociedad la desigualdad. Es algo que imprimimos entre todos: familia, educadores, televisiones, juegos, internet... toda la sociedad. En muchísimos casos, no de manera consciente. Pero no, por ello, estamos exentos de responsabilidad.

Las cuatro muchachas de Kandahar piensan en las muchachas de Madrid y no se ven como ellas. No pueden verse igual.

Las niñas indias que por 11 céntimos cosen los ojales y botones de las bonitas blusas que lucen tras la pancarta del 8M, no tienen televisión. Aunque hubiesen visto la manifestación, no hubiesen podido verse igual.

Las niñas del campo de concentración de Moria, en Grecia, Tampoco cuentan con televisión. Aunque hubiesen visto la manifestación, no hubiesen podido verse igual.

El feminismo que persigue de verdad la igualdad no puede ser un movimiento ajeno a las desigualdades.

Mujeres honestas el finde inmediato a la mani, 9 y 10 de marzo, comentaron pletóricas de sana ilusión y esperanza el buen resultado de la manifestación, el buen resultado de la huelga, la originalidad de las pancartas, la mayor cantidad de chicas jóvenes, la mayor afluencia de hombres...

Ese mismo finde algunas planeaban su escapada de Semana Santa a París. Otras trasladaron a sus amigas dónde habían visto aquella ropa tan mona y no cara. Algunas plantearon sus dudas entre Tailandia e indonesia para el verano. Edurne y Olatz, dos amigas enfermeras de Iruñea decidieron enviar sendas solicitudes al Aita Mari y al Open Arms.

La igualdad necesariamente va suponer buscar otra forma de educar, otra forma de mirar a la otra persona sea como sea, otra forma de consumir, otra forma de vivir.

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