Iñaki Egaña
Historiador

Aberri Eguna 2024

Hace ahora un siglo –cien años de esos que pasan en un pispás– se apilaron tres acontecimientos de esos que los cronistas actuales catalogan de secundarios. Desde la perspectiva, quizás lo fueron. Pero desde esa cimentación inacabada y permanente que es la construcción y el desarrollo de la nación vasca, fueron gotas y también lágrimas, como las que se deslizan por las hojas lobuladas de nuestros robles milenarios en los días de lluvia.

La primera noticia llegó desde Países Bajos, entonces Holanda, sucedida en realidad dos años antes, pero destacada por los medios en 1924, cuando su reina Wilhelmine Uuga, que había muerto recientemente con apenas 24 años, fue glosada por sus biógrafos. Resultó que, con motivo de sus cumpleaños, Alcide Cabiro, el cónsul de su país en la localidad labortana de Baiona, le regaló una makila que llevaba, en su pomo, los escudos de los siete territorios vascos.

La segunda reseña también correspondía a los efectos de una crónica, con una sombra más alargada aún. Basilio Lacort, periodista, republicano que había fallecido 26 años antes, excomulgado por el Vaticano, todavía generaba debates acalorados entre la élite intelectual de Nafarroa. Aquellos intransigentes y montaraces conservadores, por un lado, y el resto, progresista y anticlerical. En medio de la polémica, desplegada durante 1924, el obispo de Iruñea, por cierto, Mateo Múgica natural de Idiazabal, salió al ruedo achacando al legado de Lacort como el cáncer de la modernidad: «sufragio universal, jurado popular, tolerancia religiosa, actos civiles, secularización de los cementerios y libertad de emisión libre de cada cual sus ideas de palabra o escrito». No ha llovido tanto desde entonces.

Y ya en los estertores del año, en plena dictadura de Primo de Rivera, un grupo de anarquistas cruzó por Bera la muga clandestinamente de Ipar Euskal Herria hacia la Península, y en el primer encuentro mataron a dos guardias civiles que les salieron al paso. Finalmente, fueron reducidos, 19 los detenidos y tres de ellos ejecutados a garrote vil (Julián Santillán, Enrique Gil y Pablo Martín, sus nombres para el recuerdo). El filósofo bilbaíno Miguel Unamuno fue acusado de ser el autor intelectual de la matxinada anarquista, pero pudo evitar el castigo. Los testigos habían sido ejecutados antes del juicio.

Estas tres ráfagas en la inmensidad histórica nos muestran una buena parte de la naturaleza que arrastramos en nuestro ADN comunitario: orgullosos de nuestra nación y sus siete territorios arropados por una lengua común, el euskara, que marca los límites de una nación que los viajeros llamaban Euskal Herria; contestatarios, empeñados en la construcción permanente de ese concepto que es la democracia, arrastrado desde la Grecia antigua; levantiscos cuando la ocasión lo demandada, derrota tras derrota según los escribanos vecinos y muchas veces también enemigos, pero que nos han hecho llegar donde estamos, con un acerbo colectivo y cohesionado que ha llevado a nuestra diáspora a exhibir en sus vehículos el lema «Proud of the Basque Country».

Es cierto que ha pasado un siglo desde entonces y que nuestra sociedad suspira en unas coordenadas bien distintas a aquellas que trazaron Cabiro, Lacort o Martín. Que en ese intervalo hemos continuado las huellas de otros caminantes, por utilizar el símil de Machado, con esos seudónimos que tanto nos identifican en el trazado de la vida, Lauaxeta, Pasionaria, Argala. Pero también en esa senda que desaparece de la historia, la de decenas de miles de hombres y mujeres anónimas cuya pasión y confianza en el futuro nos han hecho ser como somos.

Hoy, en el día patrio que nos legaron nuestros antepasados, miramos al firmamento con más dudas que certezas, quizás ninguna. La Vía Láctea dejó de ser «esnebidea», para convertirse en una entre miles de millones de galaxias que contienen otras tantas miles de millones de estrellas, ahondando en nuestra futilidad, mientras el James Web nos escupe un día sí y otro también que somos más viejos de lo que creíamos y que el Big Bang puede ser la réplica de otros anteriores. La mecánica cuántica ha venido a revolver las leyes de la física, lo que sabemos de nuestro entorno, para demostrar que la de Einstein no es la Teoría del Todo, abriendo la puerta a multiversos y universos paralelos, en los que quizás no se produjeron ni la extinción de los dinosaurios, ni la derrota de Amaiur, ni la ruptura del Acuerdo de Lizarra-Garazi y otra Euskal Herria amanece paralelamente en un desconocido estadio donde «construir» y «deconstruir» son sinónimos.

Sean ciertas o no las multiplicidades estelares, nuestra Euskal Herria se desliza en un futuro impredecible. Un ciudadano de 1924 y otro de 2024 se reconocerían por el territorio… y por el euskara. Poco más. El ADN biológico ha sido sustituido por el ADN comunitario. Cultural, social, político. Los retos por la supervivencia son proporcionales a la necesidad del abordaje: la defensa de lo público, la modernización de la tradición, la cohesión y justicia social, el respeto a la alteridad, el arrope a la clase marginada por el sistema, el amparo de nuestro entorno físico, la economía circular, la desmilitarización, el derecho a decidir, el decrecimiento, la lucha frontal contra la discriminación y violencia contra las mujeres…

La globalización nos ha hecho más permeables como especie, pero también más conscientes de nuestra condición. Nos duele Palestina, vibramos con el referéndum de Escocia, nos hermanamos con los kanakos, nos convertimos en mineros en Chuquicamata y sintonizamos con el gaélico para que forme parte del ecosistema irlandés, tal como exigió Garazi Arrula para el euskara en el fin reciente de Korrika. Porque, como escribió Joseba Sarrionandia: «anhelamos un país en el que no tengamos que revindicar y reafirmar nuestra nacionalidad, sino que podamos ser vascos sin restricciones y casi inadvertidamente. El mundo debe formar parte de nosotros, si queremos formar parte del mundo».

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