Víctor Moreno
Escritor y profesor

Acuerdos serviles con la Santa Sede

«Siempre serán un botín de guerra con el que los militares golpistas pagaron a la perversa iglesia española por los servicios prestados antes, durante y después de la guerra», así presenta el autor los acuerdos con la Santa Sede. Se muestra perplejo por que la Ley de Memoria Histórica no los incluyó como muestra de enaltecimiento del franquismo, y trajo como resultado un «espectáculo digno de una España negra, una invasión abrasiva de lo público por lo confesional».

Al referirse a los llamados Acuerdos con la Santa Sede de 1979, derivados del Concordato (1953), muchas personas que entienden de derecho, sea eclesiástico o civil, suelen adjetivar su naturaleza jurídica como preconstitucional, paraconstitucional e, incluso, anticonstitucional. Lo más llamativo es que nadie hasta la fecha, ningún partido político, ninguna institución, se ha atrevido a presentar en el Tribunal Constitucional ningún recurso denunciando ese carácter perteneciente al paleolítico inferior de la democracia. Quizás, sabiendo cómo se las gasta dicho tribunal, siempre temieron que dictase a favor de la constitucionalidad de dichos acuerdos, y, entonces, no se sabría qué es mejor si la enfermedad o el remedio.

Al margen de esta terminológica, lo que queda más que claro, prístino, es que los Acuerdos, el redactado en 1976 y los de 1979, son hijos putativos del Concordato. Llevan su mismo ADN y su composición nacionalcatólica que los engendró. Los acuerdos son el Concordato de 1953 con distinto nombre. Tal cambalache semántico se debió a la intención de borrar en ellos el tufo fascista que exhalan, a pesar de los años de incienso y sangre transcurridos. Llámenlos como les dicte su acomodaticia ideología. Siempre serán botín de guerra con el que los militares golpistas pagaron a la perversa Iglesia española por los servicios prestados antes, durante y después de la guerra. Justificar teológicamente una masacre no está al alcance de cualquiera.

Por esta razón, y otras que podrían venir al caso, me llamó la atención que la Ley de Memoria Histórica (31/10/2007), ordenase la desaparición de la vida pública todo lo que apestase a franquismo -«escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación personal o colectiva del levantamiento militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura»-, y no incluyera en esta higiénica limpieza los Acuerdos con la Santa Sede, toda vez que representan el mayor enaltecimiento que se haya hecho del franquismo y del nacionalcatolicismo de una Iglesia totalitaria, sin la cual la dictadura del Innombrable no se hubiera mantenido en el poder a lo largo de tantísimos años. Junto con el fascismo político se instauró el fascismo de la fe, del que los acuerdos dan carta de existencia.

Los acuerdos con la Santa Sede constituyen una degradación y humillación pública del poder civil y legislativo, y son un atentado contra la soberanía popular que consagra la propia Constitución. La resolución del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte estableciendo el currículo de la enseñanza de la religión católica en Primaria, Secundaria y Bachillerato (11/2/2015), es la muestra más burda de la chulería en la que está instalada la fatuidad de la Iglesia.

El comienzo de dicha resolución gubernamental no puede ser más elocuentemente cabrón: «El acuerdo entre el Estado español y la santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales garantiza que el alumnado de Primaria (Secundaria y Bachillerato) obligatoria que así lo solicite tienen derecho a recibir enseñanza de la religión católica e indica que a la Jerarquía eclesiástica le corresponde señalar los contenidos de dicha enseñanza».

Tiene narices que sean los acuerdos con la santa Sede y no la Constitución la autoridad exhibida para fundamentar un tipo de enseñanza que colisiona, además, con el artículo 16.3, que establece la no confesionalidad del Estado. Es cierto que el artículo 27.3 de la Constitución sostiene que «los poderes públicos garantizarán el derecho que asiste a los padres para sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones», pero no dice, ni siquiera sugiere, que el gobierno deba pagar a los profesores que imparten dicha enseñanza religiosa.

El espectáculo actual, como resultado de dichos acuerdos, es deplorable, digno de una España negra, creándose una invasión tan abrasiva de lo público por lo confesional católico que convierte la declaración constitucional de la aconfesionalidad del Estado (16.3) y el derecho a la libertad de conciencia del individuo (16.1) en papel de fumar.

¿Por qué sucede esto siendo tan clara la declaración de aconfesionalidad por parte del Estado? ¿Cómo se puede ser tan permisivo con el incumplimiento de unos artículos de la Constitución, siendo el Tribunal Constitucional tan exigente en otras esferas de la realidad política y social del país?

Convendría no ser ingenuos y, por lo mismo, no limitarse únicamente a denunciar de forma exclusiva y excluyente los acuerdos con la santa Sede como causa explicativa de esta grave anomalía e incongruencia entre legislación y conductas públicas.

Aunque desaparecieran los acuerdos -lo que estaría muy bien, aunque solo fuera por estética y por respeto al ecosistema-, el problema de fondo seguiría subsistiendo y la mayoría de las prácticas confesionales de este país- me refiero a las realizadas en la esfera pública-, seguirían sucediéndose tal y como las conocemos en la actualidad, gracias, en parte, a la indolencia laica de la clase política, que en este campo es tan grotesca como ridícula.

La religión forma parte de ese conjunto de soluciones con las que el ser humano se ha dotado para explicar, justificar y mitigar algunos de los efectos negativos de sus anomalías y carencias como sujeto de la especie. La religión es una de las peores soluciones, si no la peor, que el ser humano ha encontrado para explicar su radical insuficiencia existencial. Lo es, porque las soluciones que busca a sus problemas trata de encontrarlas fuera de sí mismo, refugiándose en explicaciones ajenas a su propio ser. Convierte la religión en superstición y la superstición en religión. Huye de la inmanencia y autonomía éticas, para refugiarse en la transcendencia y heteronomía religiosa.

España ha sido uno de los países que más ha valorado la religión a lo largo de su historia, tanto que hemos sido capaces de matar y morir por ella durante siglos. La religión ha sido el humus nutricio de la tradición, de las costumbres, de los usos, de los ritos y de la mentalidad que todavía sigue usándose como justificación existencial de lo que al ser humano le pasa y, sobre todo, no le pasa. Es bien sintomático que los fundamentos en que se basan los obispos actuales para enseñar religión en las escuelas y en los institutos partan de la idea de que el ser humano no puede ser feliz ni humano si no cree en Dios. Para la iglesia es mejor votar a un corrupto que a un ateo.

¿Por qué resulta tan difícil de entender que solo aquellos valores, verificados empíricamente sobre la base de verdades discutidas, constituyen el único lazo posible con el que las personas, sean del credo que sean o no sean, pueden establecer vínculos de unión reales e igualitarios?
La creencia en Dios no es compartida por todos los seres humanos; luego no puede ser un buen fundamento y un buen vínculo civil para establecer leyes y reglas de comportamiento que afecten a todos. En esas condiciones, Dios, más que solución, es un problema. Y, si lo administra la Iglesia, es el problema.

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