Jorge Blanco

Bilbao, ¿mejor ciudad europea 2018?

Así pues, parece que existan dos Bilbaos, uno conformado por barrios populares como Errekalde, Olabeaga, Santutxu, Otxarkoaga, San Francisco o Arangoiti, entre otros, y otro muy diferente del que presumen los altos cargos de instituciones públicas y empresas privadas.

No hace mucho se hacía conocer que dentro de los prestigiosos premios “The urbanism awards 2018” la capital bizkaitarra se hacía con el galardón a mejor ciudad europea del 2018, ahí es nada. Las respuestas a semejante halago no se hicieron esperar y vimos cómo personajes de relieve como el alcalde de Bilbao, Juan Mari Aburto o el diputado general de Bizkaia, Unai Rementería, así como un amplio abanico de partidos políticos sacaban pecho, llenos de orgullo. Sin embargo, cuando hablamos de que Bilbao es la mejor ciudad de Europa, hemos de hacernos una pregunta importante; ¿Para quién? ¿Quién diseña la ciudad y con qué objetivos?

Lejos queda ya la década de los 80 donde Bilbao era el núcleo industrial de todo el Estado, donde los humos de Altos Hornos impregnaban nuestros pulmones y todo se movía de manera convulsa, entre canciones de Eskorbuto, barricadas semanales y el fantasma del caballo cabalgando entre la juventud. La llamada reconversión industrial, impulsada por el Gobierno del PSOE, destruyó la mayor parte del tejido industrial, no sin poco revuelo, en la memoria colectiva de todos quedaron las luchas de los trabajadores defendiendo el que era su medio de vida. La batalla de Euskalduna fue quizá su ejemplo más visible.

Poco queda de entonces, el nombre del viejo astillero ahora corresponde al palacio de congresos más insigne de la ciudad y la inauguración en 1997 del Museo Guggenheim fue la declaración oficial de que Bilbao había atravesado un profundo proceso de cambio y renovación. Hoy, estamos ante una ciudad limpia, moderna, abierta y amable con el turista, dicen los grandes eslóganes y campañas publicitarias.

Decía David Harvey que la urbanización ha sido siempre un fenómeno relacionado con la división de clases, es decir, es en la lucha por el uso de los espacios en las ciudades donde se refleja la lucha de clases. Son muchos los ejemplos, me viene en mente el de Olabeaga, pequeño barrio obrero de Bilbao históricamente abandonado por las instituciones y que a principios de los 2000 vio cómo cerca de 300 de sus viviendas estaban en riesgo de ser demolidas en beneficio de un plan urbanístico calculado por un ayuntamiento cuyo concejal de Urbanismo era Ibon Areso y cuyo alcalde era Iñaki Azkuna, premiado como mejor alcalde del mundo en 2012, claro está. Finalmente, este proyecto no pudo llevarse a cabo gracias a la enérgica protesta y movilización de todos los vecinos del barrio, que en detrimento de ese “Nuevo Bilbao”, en contra del llamado «progreso» decidieron defender sus casas.

Más recientemente, en 2011, la sociedad bilbaína asistía conmocionada al desalojo y posterior derribo del gaztetxe Kukutza III. Todos tenemos en la retina las imágenes de la brutalidad policial de aquellos días. El peligro que planteaba Kukutza III era que se ponía sobre la mesa un mensaje muy contundente: mediante la auto-organización, a pesar del abandono y degrado intencionado de un barrio como Errekalde, a espaldas de “La mejor ciudad europea de 2018” era posible luchar por la reapropiación del espacio en las ciudades, era posible ofrecer una alternativa cultural popular accesible a todos los vecinos del barrio donde también ellos pudieran ser protagonistas. A día de hoy, siete años después, sólo queda un solar vacío donde antes había vida.

Así pues, parece que existan dos Bilbaos, uno conformado por barrios populares como Errekalde, Olabeaga, Santutxu, Otxarkoaga, San Francisco o Arangoiti, entre otros, y otro muy diferente del que presumen los altos cargos de instituciones públicas y empresas privadas. Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿para uso y disfrute de quién es la mejor ciudad europea de 2018?, puede que para el turista, que ya empieza a saturar las ciudades vascas. En respuesta a las protestas realizadas contra complejos turísticos a este respecto, declaraba visiblemente enojado el señor Consejero de Turismo, Comercio y Consumo del Gobierno Vasco, Alfredo Retortillo, que “Euskadi no es Magaluf”. Tal vez haya algo de verdad en esa afirmación, no hemos visto aún a turistas alemanes ebrios lanzándose en masa desde los balcones de nuestros establecimientos hoteleros, el problema es otro señor consejero. El asunto que nos atañe es que basar la economía y la política de urbanismo en una región o una ciudad teniendo al turismo como eje básico y principal alrededor del cual gira todo lo demás, supone condenar a su población, sobre todo a la juventud, a trabajos precarios en sectores como la hostelería. Además, la ciudad se convierte en un escaparate, al menos la parte de la ciudad que sale en las guías turísticas, un escaparate donde el turista puede pasear como un autómata por el paseo de Abandoibarra y sacarse las fotos que desee junto al museo Guggenheim.

Puede en cambio que estemos ante un Bilbao construido para grandes bancos y empresas, vascas por supuesto. No es baladí que la Torre Iberdrola, la más alta de la ciudad, desbancando a la torre del BBVA, vigile la urbe desde lo alto como el ojo de Sauron en la famosa trilogía de “El Señor de los Anillos”. Como ejemplo paradigmático, se puede realizar una comparación entre el dinero público que se destina a un festival de música privado que se celebra anualmente, el BBK Live, y el destinado a Bilboko Konpartsak y otras plataformas vecinales responsables de la organización de carnavales, fiestas de barrio o de la propia Aste Nagusia de Bilbao entre otras actividades. No hay color. Cabría reflexionar, además, sobre qué necesidad de semejante cantidad de dinero público tiene un festival patrocinado por un gigante de la banca y empresas varias, fama internacional y que cobra no poco dinero por sus entradas. En cambio, organizaciones de carácter popular, sin ningún otro patrocinio que los vecinos que en ellas participan, reciben cantidades mucho más modestas por parte del consistorio.

Existe pues en lo urbano lo que en filosofía se llama una contradicción dialéctica, una unión de contrarios que pugnan por sus respectivos intereses. De un lado; grandes empresas, bancos, ayuntamientos, diputaciones y Gobierno. Del otro; los vecinos, que entre grandes eventos, barrios abandonados y escaparates artificiales buscan espacios que hacer suyos, pulmones donde escapar del individualismo forzado y donde construir comunidad. Declaraba recientemente el alcalde Aburto, a raíz de los violentos sucesos acontecidos en Otxarkoaga donde un matrimonio fue presuntamente asesinado por dos jóvenes que entraron en su domicilio a robar, que «el que la hace la paga», siguiendo el ejemplo de su antecesor Iñaki Azkuna y su «guerra al navajero». Es el claro reflejo de la contradicción. Aburto sabe que la violencia y la delincuencia son un problema porque no casan con el proyecto de Bilbao como mejor ciudad europea, pero también es conocedor, he aquí lo cínico de la cuestión, de que la causa de la violencia en barrios obreros tiene un carácter estructural y que no se soluciona con la policía o con los jueces. Es el planteamiento urbano, el capitalismo aplicado en la urbe, el que crea barrios pobres y susceptibles a la delincuencia. Cuando Aburto promete más policía y más seguridad, no está atajando de ninguna manera el problema, sino que lo perpetúa, porque a él y a sus compañeros de trinchera no les interesa abolir esta contradicción, pues se benefician de ella.

Es por todo esto, clave, que como vecinos seamos conscientes de esta contradicción y de qué lado nos encontramos en ésta. Plantear desde lo urbano nuevas redes, abrir nuevos espacios y defender los ya conquistados, reclamar como nuestras las plazas y calles, aglutinar a las masas de jóvenes precarios. Analizar la contradicción y tomar parte de ella es la única garantía que tenemos de que un día, mejor o peor que otras ciudades de Europa, Bilbao sea una ciudad nuestra, donde sus vecinos tengamos derecho a vivirla.

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