Guillermo Viguera

Caspa y naftalina

Es el tema del momento. Las idas y venidas entorno a la noticia de la abdicación del Rey y la cuestión republicana han vuelto sacudir todo el panorama político e informativo. Como cabía esperar, ese soplo de aires nuevos (o una promesa de los mismos) ha venido acompañado de un tufo pestilente y asqueroso a caspa y naftalina.

Cuando uno se para a analizar el camino que van tomando los acontecimientos que van desarrollándose en sus narices, se empieza a preguntar si vive en una especie de pesadilla orwelliana. Uno centra su atención en el pueblo, y todo parece cristalino: una monarquía marcando mínimos históricos en las encuestas de valoración, un republicanismo creciente y un movimiento que, en definitiva, ha conseguido reunir a decenas de miles de personas en numerosas ciudades a lo largo del Estado (y en el extranjero) en un plazo temporal inferior a las 24 horas.

 

Y justo cuando uno ya está silbando el Himno de Riego y se prepara unas palomitas para disfrutar del cambio, se le ocurre la idea de encender la tele. Entonces sucede. El mundo paralelo que nace de nuestras antenas se muestra en todo su esplendor frente a un observador que simplemente no da crédito. Un peloteo asqueroso e incesante por parte de tertulianos y políticos empieza a saturar el habitáculo familiar. A lo sumo, tímidas reivindicaciones de un referéndum a un lado, al otro, venas hinchadas maldiciendo a las hordas bolcheviques. Reproches, demagogia y saliva volando. Es el circo nacional. Y vino para quedarse.

 

Las autoridades políticas no iban a ser menos. Llamadas a la estabilidad y a proceder con el orden constitucional previsto. Y a otra cosa. Ver como tras un reinado de 40 años (de legitimidad más que cuestionable) las autoridades de este país pretenden hacer pasar de tapadillo el nombramiento vitalicio del heredero pintándolo de trámite administrativo rutinario como aquel que va a renovarse el DNI, es capaz de producir los sentimientos más profundos de pena y asco.

A todo esto, el suicidio político del PSOE parece más que consumado, con los gerifaltes y dinosaurios moviéndose al compás de los designios de su Alteza y haciéndole un corte de mangas a todas sus Juventudes, buena parte de sus bases y secciones como las de Barcelona, Valencia o Baleares. Si lo de las Europeas escenificó una caída al suelo, esto representa el impacto casi voluntario de unos dientes contra el borde de una escalera. Menos mal que el jefazo en funciones, Rubalcaba, dejó bien clarito que su partido tiene «hondas raíces republicanas» (después del preceptivo cierre de filas entorno al monarca, claro está). Aunque me agrada el término porque, al igual que las raíces, las aspiraciones republicanas de ese inefable y eterno ente generador de falacias no terminan nunca de salir al mundo exterior.

La pregunta es, ¿A qué se debe esta histeria? ¿Por qué este nerviosismo colectivo entre la alta alcurnia? ¿No es acaso la República el sistema más lógico para este Siglo? ¿Qué hay de malo?

El fallo, a mi parecer, consiste en referirnos a la República y a la Monarquía como realidades abstractas y desligadas de la trayectoria política española.

Y es que es de vital importancia comprender que la Monarquía no fue en ningún momento un componente casual o neutro del Estado, todo lo contrario. La Monarquía fue el eje central a través del cual consiguió apuntalarse todo el modelo político post-transición, esa estructura que ahora sufrimos. Es la piedra angular del «establishment».

De la misma forma, el devenir histórico de nuestro país ha terminado por modelar y perfilar a la República como una concepción netamente revolucionaria, como un ideal potencialmente progresista y anti-oligárquico. Y es así como la República ha trascendido al imaginario colectivo.

Es precisamente este recuerdo el que da cobijo a todos los miedos de la rancia derecha española. Y son estos miedos los que hablan por sus bocas y se reflejan en sus miradas cuando «debaten», cuando tapan sus orejas ante las demandas del pueblo y cuando pretenden echar tierra (otra cosa no, pero de echar tierra esta gente sabe un rato) encima de una serie de cuestiones que no podemos ignorar por más tiempo. Son tiempos de desenterrar debates y de enfrentarnos a nuestros retos. Va siendo hora.

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