Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate
Coordinador de Paz con Dignidad – Euskadi e investigador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL)

CETA: asalto contra el campesinado europeo

Tras un proceso de elaboración marcado por el secretismo, el próximo miércoles 15 de febrero el Parlamento Europeo decidirá si da o no el visto bueno al Acuerdo Económico y Comercial Global entre la Unión Europea y Canadá (CETA, por sus siglas en inglés), paso preceptivo para su posterior ratificación por parte de los Estados miembros.

El CETA se enmarca dentro de la nueva oleada en favor de la firma de tratados regionales y globales comercio e inversión que, en última instancia, priorizan la seguridad de las inversiones de las grandes empresas frente a los derechos de los pueblos.

En este sentido, estos tratados pretenden avanzar en la creación de un mercado mundial sin trabas arancelarias y no arancelarias, en el que las empresas transnacionales tengan vía libre para asegurar sus inversiones, mercados y ganancias. Para ello, inciden en la transformación del marco político y jurídico vigente, favoreciendo por un lado la convergencia a la baja en regulación ambiental, laboral, social, etc., y por el otro privatizando la justicia a través de los sistemas de resolución de diferencias entre Estados y corporaciones, que dan lugar a una arquitectura de la impunidad a favor de estas últimas.
Por tanto el CETA, como parte de esa oleada de tratados, supone un grave peligro no solo para los pueblos de Europa y Canadá, sino también para el conjunto de sus instituciones públicas estatales y locales, que quedarían aún más a expensas de los intereses de las grandes empresas de ambas regiones, e incluso de aquellas otras corporaciones (estadounidenses, chinas, etc.) con filiales en estos territorios.

¿Qué impactos tendrían sobre la agricultura campesina europea?

Si bien la agricultura no es un capítulo de especial relevancia macroeconómica en el CETA, no deja de ser uno de los sectores más estratégicos y que mayores controversias ha generado, dado que aborda aspectos tan importantes como la cultura, los bienes comunes, el modelo ecológico, la alimentación, el consumo, la salud, el cambio climático, etc. Es por tanto una cuestión de especial significado político.

Partiendo de esta premisa, han sido múltiples los estudios que tratan de prever los posibles impactos de ambos acuerdos, coincidiendo en algunos aspectos. Así, algunos informes de perfil macroeconómico encargados por instituciones europeas auguran: ínfimos aumentos en la producción agropecuaria tanto en Norteamérica como en Europa; una reducción en la aportación de la agricultura al PIB a ambos lados del Atlántico; un descenso de los precios; y un aumento del comercio global, que beneficiaría en mayor medida a las y los productores norteamericanos. No obstante, estas ganancias derivadas de un mayor intercambio comercial no estarían equitativamente distribuidas, sino que se concentrarían en ciertos rubros de especial proyección. De esta manera, las mayores ganancias podrían materializarse en Europa en los sectores que actualmente copan las exportaciones (sobre todo vinos y quesos). A su vez, los sectores norteamericanos más beneficiados serían los agroindustrializados y basados en grandes fincas (vacuno, cerdo, lácteos, etc.), si se rebajaran los estándares de protección europeos. En todo caso, parece que la agricultura perdería peso específico, y que los beneficios se concentrarían en pocos sectores y países, siempre dependiendo del texto final en cuanto a rebajas arancelarias y no arancelarias.

Pero además, otros estudios que trascienden lo macroeconómico apuntan a una serie de funestas consecuencias para la agricultura y la alimentación en Europa, fruto de la combinación de la convergencia regulatoria a la baja, los tribunales de arbitraje y la apertura comercial mediante reducción de aranceles y ampliación de cuotas. Destacamos en este sentido la posibilidad de:

1. Desactivar el principio de precaución: Europa mantiene todavía un sistema de protección más exigente, que cubre todas y cada una de las fases de la cadena de producción, no como en EEUU y Canadá, donde únicamente se analiza el producto final. Además, es el fabricante quien debe garantizar la salubridad y seguridad de su producto ex-ante por lo que, si este no ofrece garantías, se evita su comercialización aplicando el principio de precaución hasta que las obtenga. Si este principio fuerte se flexibilizara fruto de la convergencia regulatoria, haría saltar por los aires el sistema europeo de protección de la salud y de control del proceso productivo.

2. Rebajar la protección sobre el bienestar animal, las sustancias peligrosas y la salud: en la misma lógica, no sólo el sistema sino también rubros específicos de protección estarían en riesgo por la presión de las grandes corporaciones norteamericanas, que prefieren códigos voluntarios de conducta a estructuras y normas obligatorias. Se está incidiendo así especialmente en reducir la protección en alimentos transgénicos, la normativa de seguridad sobre pesticidas y las prohibiciones relativas a hormonas, antibióticos y lavados de patógenos en la producción de carne.

3. Poner fin a la mayoría de denominaciones de origen: existen diferentes concepciones sobre las denominaciones de origen protegidas (DOP) a uno y otro lado del Atlántico. Mientras que en Europa se trata de productos de un origen geográfico determinado, en EEUU se entienden como un subgrupo del sistema de marcas registradas. Si esta disputa entre territorio y marca no apuesta por lo geográfico, la gran mayoría de DOP europeas no serían reconocidas en los acuerdos y sus productos perderían especificidad, con graves consecuencias sobre la producción local y pequeña.

4. Destruir las economías campesinas: todo lo señalado hasta ahora, incluso a pesar del sesgo pro-agronegocio de la Política Agraria Común (PAC), muestra un modelo de producción europeo diferente al de EEUU y Canadá, que se traslada también al tamaño de las granjas, por ejemplo 13 veces más grandes en Estados Unidos (10,6 Ha. en Europa). En este sentido, parece bastante probable que en un contexto de apertura, desregulación y caída de precios, el modelo de grandes fincas basado en un modelo agroexportador que utiliza agrotóxicos sería más competitivo que la agricultura familiar. Esto impulsaría la concentración en la producción fortaleciendo un proceso como el que Canadá sufrió cuando firmó el acuerdo con México y Estados Unidos (TLCAN), donde se han perdido más de 160.000 explotaciones familiares entre 1970 y 2011.

5. Amputar de las capacidades públicas en defensa de la soberanía alimentaria: las instituciones estatales y territoriales que en función de un mandato popular quisieran impulsar la soberanía alimentaria ejercitando el derecho a decidir en la alimentación, apoyando a la producción local y al modelo agroecológico, pudieran ser llevados ante los tribunales de arbitraje. Así, si se entendiera que alguna norma o política pública lesionara los intereses corporativos en función de los contenidos del CETA, cualquier empresa pudiera emprender acciones contra dichas propuestas legítimas, ya que hoy en día la lex mercatoria es la norma suprema del ordenamiento internacional.

En definitiva el CETA supone un ataque directo contra las economías campesinas y los modelos locales y agroecológicos de producción, amputando incluso las capacidades institucionales de plantear alternativas en este sentido. Además, pudiera tener fuertes implicaciones en la destrucción del sistema de protección europeo, afectando a la salud del conjunto de la ciudadanía.

Por lo tanto, es fundamental poner en valor el papel que el movimiento campesino europeo está desarrollando en el rechazo al CETA, en articulación con otros agentes sociales e institucionales. Nos jugamos mucho todos y todas (no sólo el campesinado), y es preciso mantener la presión para evitar su firma tanto a nivel regional como en cada Estado miembro. Por la democracia, por el campesinado y por la vida, NO al CETA.

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