Iñaki Egaña
Historiador

Colapso ético y frivolidad

Estamos asistiendo, en medio de la globalización, a un genocidio con imágenes diarias, mientras que, en la otra parte del mundo, la frivolización de la existencia carga las redes de figurines prestos a mostrar sus extravagancias para lograr visibilización en este planeta que hace ya tiempo se colma con una especie invasora, la humana. El minuto de gloria se ha convertido en una carrera hacia la nada y, aparentemente, se ha trasformado en la razón de la vida.

La muerte infantil, el freno al brote de una nueva generación en Palestina, no cotiza en las bolsas, repletas de beneficios gracias a los bancos y a las industrias armamentísticas. Para convertirse en un flash informativo, como aquel infante sirio llamado Alan que, a los tres años, apareció ahogado en una playa griega. Es necesario que un fotógrafo de una agencia internacional recoja la instantánea, quizás la cámara de un teléfono móvil para luego colgarlo en Instagram. El resto, el olvido eterno, la conversión en una cifra a lo mejor recogida por Save the Children o Unicef.

Simultáneamente, los medios occidentales seguirán con su teatro de vanidades, exponiendo el peinado de Ronaldo o de Shakira, el desfile de la pasarela de la moda primavera 2024, la solemnidad del cumpleaños de una tipa de sangre azul conocida como Leonor. Incluso en Tel Aviv, Moscú o Kiev, las futilidades inundan las redes con una naturalidad absorbente. No se suspenden las ligas de futbol o de baloncesto en los países en guerra, siempre y cuando el escenario sea más importante que el del campo de batalla. El glamour y los acuerdos con las firmas anunciantes. En cambio, se anulan cuando el agredido apenas tiene para comprar unas zapatillas para brincar. La tendencia marcada por los algoritmos de las redes superan a la ética que, dicen, debería guiar nuestros pasos.

La ciudadana alemana que ha fallecido entre miles del «otro lado» –pronto serán decenas de miles–, ha acaparado informativos y ya sabemos en qué colegio estudió y cuáles fueron sus primeras inquietudes. Tuvo la suerte de tener la tez blanquecina y el honor de nacer en un territorio que, un siglo antes, había expoliado a los de semblante negro para vivir hoy como soñaban el paraíso los parias de la tierra. Como respondían los micmac a los arrantzales de Terranova: «apaizak hobeto».

Primo Levi nos avisó si podríamos hablar del término «humanidad» después de Auschwitz. Y ese fue precisamente, con toda la humildad del mundo ante otro genocidio como aquel de la Shoah, nuestro problema. El embarazo de los blancos occidentales. Blancos contra blancos atiborran Hollywood y saturan bibliotecas. El resto de genocidios no tiene importancia. Guadalcanal, Waterloo, Cruzadas, Pavía, Trafalgar... son los iconos de nuestra civilización occidental. ¿Y el resto?

Recuerdan los europeos a la isla de Gorée, en las cercanías de Dakar, la actual capital de Senegal? Millones de esclavos partieron de esta isla hacia América. ¿El genocidio de Washington en Filipinas, el magnicidio de José Rizal inducido por Madrid en la isla? Al comienzo del siglo XX, Alemania fue el verdugo de los pueblos herero y namaqua, en la actual Namibia. Más del 60% de la población de ambas comunidades namibias murió a consecuencia de la violencia alemana. ¿A quién importa que la familia de Guillermo, el káiser alemán de entonces, se emparentara con la borbónica España? ¿A Leonor? No, por favor, el foco en el vestido de la infanta. Los esclavos de Gorée, los bandidos de Luzón, los prietos de Namibia, son anécdotas, escoria en la evolución. Primo Levi se equivocó. La humanidad se desconectó mucho antes que Auschwitz.

Filósofos, psicólogos, sociólogos, politólogos, tertulianos, concentran el interés de nuestra sociedad planetaria en términos eurocéntricos, con otros medios, ecos y receptores renovados, pero, en realidad, los mismos que justificaron la obediencia a una ley divina, la civilización del «salvaje», el progreso y la eliminación del diferente. Hace bien poco, a cuenta de las críticas al proyecto del Culinary Center en la zona de Manteo, en Donostia, un texto en "Diario Vasco" machacaba a Félix Soto, uno de los opositores al proyecto privado en suelo público, con una frase sintomática: «Si fuera por él, los bueyes seguirían andando por las calles de Donostia, y tendríamos antorchas en lugar de tendido eléctrico». Crear estereotipos para descalificar al diferente, tal y como hicieron los vándalos europeos para validar el progreso de una civilización superior.

Desde el Holocausto, Hiroshima y Nagasaki, Europa creó un relato de la ética, superando el histórico de los griegos o los más recientes de Kant y Spinoza. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, de la mujer, de la infancia, como si todos los habitantes del planeta fuéramos titulares de los mismos. El último embate sobre Gaza informa que fue palabrería, o en todo caso, aplicable únicamente a un reducido grupo, con permiso de Primo Levi, de la humanidad. Aquel «principio de responsabilidad» que recorrió nuestros centros de deliberación durante las décadas anteriores era, también, papel mojado.

Hoy, revueltos con la física cuántica que pone patas arriba la teoría de Einstein, y acogotados por los resultados aún incipientes de la Inteligencia Artificial, hemos inventado un nuevo término al que llamamos «Modernidad reflexiva» que plantea un vínculo con los tiempos históricos. Nuevamente un debate estéril, llamado a calmar algunas conciencias que prefieren lavar la hegemonía capitalista presente con expresiones como «perdón» o «disculpa».

La ética antigua y moderna ha colapsado porque jamás tuvo recorrido planetario. Seguimos asistiendo a los tres principios que moldearon nuestra sociedad europea: expolio económico, racismo y vanidad. Una vanidad política y social presente en Instagram o TikTok a nivel inferior, pero también en las justificaciones de Netanyahu o Biden. El concepto de la ética ha colapsado antes de colocarse en la parrilla de salida.

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