Corrupción y reputación: una nota filosófico-política
«Cuanto más crece la corrupción, menos se da cuenta el corrupto» (Escolios para un texto implícito» de Nicolás Gómez Dávila 1977)
La corrupción no solo afecta a la política, sino también a prácticas sociales muy diversas en las que los individuos ponen en riesgo su reputación para obtener un beneficio personal. Y aunque no se trata de un fenómeno típicamente de aquí o de allá, en nuestro país, en forma de corrupción política, va adquiriendo, si no ha adquirido ya, un carácter cada vez más sistémico: un fenómeno patológico, con todos los riesgos que ello conlleva para la colectividad.
A menudo, cuando hoy hablamos de corrupción, nos referimos inmediatamente a las dinámicas de los sistemas políticos, es decir, al fenómeno conocido como corrupción política. De esto hablaré más adelante pero me gustaría partir de una consideración más general.
La corrupción es un fenómeno que, en realidad, afecta a prácticas sociales muy diversas. Veamos algunos ejemplos. El delantero de un equipo de fútbol puede ser corrupto haciendo que no marque y que el equipo pierda; el juez puede ser corrupto favoreciendo a una de las partes con su sentencia; el empresario puede ser influenciado para vender su empresa no al mejor postor, sino a quien le garantice beneficios extracontractuales.
Los ejemplos podrían multiplicarse, no hay aspectos de la vida asociada que sean inmunes a la corrupción. Incluso un profesor universitario podría atribuir el puesto de asistente convocado en un concurso no al más meritorio de los candidatos, sino a quien esté dispuesto a garantizarle ventajas particulares, que pueden ser no solo de naturaleza económica.
¿Qué caracteriza al acto o actividad objeto de corrupción como tal? En muy pocas palabras, siempre nos encontramos ante el incumplimiento de una obligación por parte de un sujeto llamado a tomar una decisión influenciado por otro sujeto.
Ernesto Garzón Valdés ofrece, por ejemplo, la siguiente definición: «La corrupción consiste en la violación de una obligación por parte de un decisor con el objetivo de obtener un beneficio personal extra para quien corrompe... a cambio de la obtención de beneficios para el corruptor... ». en su Derecho, Ética, Política. Pero quizá algunos ejemplos nos ayuden a comprender mejor la cuestión.
El delantero es sobornado para que no cumpla con la obligación de hacer ganar a su equipo; el juez, para que viole la obligación de juzgar de manera imparcial; el empresario, para que no respete la obligación de vender al mejor postor; el profesor, para que incumpla la obligación de aprobar al mejor candidato.
Al violar la obligación, tanto el corruptor como el corrupto obtienen un beneficio, sin por ello querer poner en tela de juicio las reglas del juego en general. Simplemente se han comportado como free-riders: por un lado, adhiriéndose formalmente al sistema, por otro, tratando de obtener aquellos beneficios que el sistema como tal no es capaz de ofrecer. Los actores han actuado de forma corrupta con la esperanza de que los beneficios obtenidos superaran los costes. Querían maximizar sus intereses personales, con la esperanza de no ser descubiertos y sufrir las sanciones correspondientes.
En definitiva, se han hecho los listos, esperando salirse con la suya. Si no son descubiertos, el juego puede continuar, pero si son pillados, ocurre algo que va más allá del mero cálculo de costes/beneficios.
De hecho, aparte de los problemas judiciales a los que se enfrentan los corruptos, la sociedad actual reacciona con dureza (y a veces más contra el corrupto que contra el corruptor). ¿Qué equipo de fútbol contrataría a un delantero que, al dejarse corromper, ha actuado de forma desleal con sus compañeros de juego?
Más que el castigo, en este caso es la estigmatización social del comportamiento desleal lo que constituye el mejor disuasivo para la práctica de la corrupción. La persona que se ha dejado corromper pierde el estatus social que tenía, pierde la imagen y, si quiere reconstruirla imagen, solo podrá hacerlo cambiando de trabajo. El corrupto, una vez descubierto, ha perdido su reputación individual y no le será fácil recuperarla.
Quizás me equivoque, pero tengo la impresión de que es precisamente este riesgo de poner en peligro la propia reputación lo que hace que la corrupción entre particulares en nuestras sociedades siga siendo un hecho bastante ocasional. No todos los domingos encontramos delanteros dispuestos a cometer una infracción deportiva, independientemente de que esta pueda calificarse también como infracción penal. Del mismo modo, es bastante infrecuente encontrar profesores que, en lugar de buenos investigadores, contraten como asistentes a personas resultonas por otras cualidades ajenas a la docencia, investigación, etc.
Desde un punto de vista sociopsicológico, se podría concluir que las motivaciones que pueden llevar a la corrupción suelen estar frenadas por ese sentimiento de lealtad que contribuye a cimentar diversas agrupaciones sociales. Un particular se lo piensa dos veces antes de dejarse corromper porque sabe que, además de los problemas judiciales a los que se enfrentará, su comportamiento desleal pone en peligro su reputación. Por eso este tipo de corrupción afecta a los free-riders.
Ahora bien, en cualquier sociedad y en cualquier época histórica hay parásitos, porque junto a los honestos siempre hay astutos, pero una sociedad formada solo por parásitos no puede sobrevivir mucho tiempo. Quizás se podría añadir que es precisamente la fragilidad de los sistemas democráticos frente a los dictatoriales lo que favorece un cierto grado de corrupción.
El corruptor necesita la existencia de normas que pueda utilizar en beneficio de unos y en perjuicio de otros. Por lo tanto, incluso admitiendo, como sostienen algunos, que un cierto grado de corrupción puede, por así decirlo, engrasar el sistema (democrático) −los vicios que se convierten en virtudes públicas−, sus supuestas ventajas sociales tienden a desaparecer cuando el fenómeno se generaliza.
El problema no surge cuando algunos «pueden ser comprados», sino, en palabras de Jon Elster, «cuando todos pueden ser comprados» en El cemento de la sociedad. Paradojas del orden social, y no queda claro qué es lo que realmente se está comprando. En definitiva, la corrupción se convierte en un grave peligro social cuando no se trata de hechos episódicos y ocasionales, sino que adquiere un carácter sistémico, penetra en un sector importante de la vida asociativa y se propaga como un virus que parece no dejar escapatoria.
Por desgracia, esto es precisamente lo que va ocurriendo y solamente se conoce cuando se destapa, donde la corrupción ha pasado de ser un hecho «privado» a convertirse en un elemento estructural del sistema político. En este caso, el fenómeno es patológico. Y ya no afecta a sujetos «privados», sino a sujetos «públicos» en el ejercicio de sus funciones públicas.
El caso típico es la aceptación por parte de un funcionario público de una suma de dinero a cambio de un trato de favor para el corruptor. Por ejemplo: la licitación pública no la ganará quien haya presentado el mejor proyecto, sino quien haya pagado la contribución al político que debe decidir al respecto. Hay otros casos de corrupción, pero este es sin duda el más extendido.
¿Es posible explicar un fenómeno de este tipo basándose en las motivaciones personales que empujan incluso al político a dejarse corromper para aumentar sus ingresos, a pesar de que ya gana lo suficiente?
Cuando es el sistema el que está corrupto, cuando la corrupción se ha convertido, por así decirlo, en algo objetivo, no tiene mucho sentido preguntarse por qué el sujeto está dispuesto a arriesgar su puesto de trabajo para obtener un beneficio económico. Ni siquiera la reputación, que sin duda es importante para los políticos, desempeña el papel disuasorio que tiene en otras profesiones.
Un futbolista corrupto ha terminado su carrera, un político corrupto desaparece durante un tiempo y luego se presenta de nuevo a las elecciones disfrutando de la clientela que ha conseguido crear con la corrupción. Al fin y al cabo, un sistema que se alimenta de la corrupción puede acoger de nuevo en su seno a los corruptos. Los medios de comunicación tradicionales, la televisión y los periódicos, desempeñan un papel decisivo. Tienen poca memoria, olvidan fácilmente y, hasta ahora, la imagen pública del político la dan estos medios de comunicación.
Hay quienes, desde una perspectiva neoliberal, afirman que el problema se resuelve limitando el papel del Estado: menos Estado = menos corrupción. La culpa, por tanto, sería del Estado «intervencionista». En realidad, este argumento no es válido para el Estado en sí mismo, sino para aquel Estado que se ha convertido en rehén de los partidos. Son ellos los que han hecho que la corrupción se convierta en uno de los males que van camino de ser endémicos de la política. Si es que no lo son ya.
Por otra parte, hay que tener cuidado de no convertir la corrupción en una excusa: existe, sin duda, una correlación negativa entre la corrupción política y el crecimiento económico, pero sería erróneo considerar que basta con eliminar la corrupción para reactivar la economía. No se puede negar que el abuso de recursos que se produce con la corrupción tenga efectos negativos en la confianza en las instituciones, en una situación de crisis que está reduciendo cada vez más a millones de ciudadanos por debajo del umbral de la pobreza. La casta política sigue imperturbable en sus negocios, mientras que las familias a menudo ya no llegan a fin de mes. Circula una masa de dinero difícilmente controlable. Si es cierto que el poder tiende a corromper, aquí no faltan los medios para hacerlo.
No sé si existe un antídoto contra el virus de la corrupción que no pase precisamente por el final de los partidos corruptos que siguen ocupando el Estado, y el nacimiento de nuevos movimientos ciudadanos que decidan utilizando cada vez más los instrumentos de la democracia directa, que gracias a la red hasta adquieran nuevas posibilidades. El objetivo, en todo caso, sería una política finalmente libre de corrupción, sin filtros entre el poder y los ciudadanos.
¿Moralismo? A primera vista, puede parecerlo. Hay quien dice que la petulante exigencia de honestidad en la vida política es el ideal que canta en el alma de todos los imbéciles. No sé si el llamamiento a la honestidad se vuelve estéril cuando no se conecta con un programa político más general. Por otra parte, ya para Immanuel Kant, incluso un pueblo de demonios podía construir un Estado, y debemos suponer que habría dicho lo mismo de un pueblo de corruptos.
Uno de los primeros en darse cuenta de que una base moral era una condición necesaria para la convivencia estatal fue George Friedrich Hegel, cuando en su Filosofía del derecho introdujo la moral entre el derecho (abstracto) de los particulares y el Estado. Creo que Hegel tenía razón.
En un Estado en el que la corrupción se extiende, y va permeando toda la vida pública, ya no son los individuos −corruptos y corruptores− los que pierden su reputación, sino el propio Estado, y con ella su credibilidad también ante la comunidad internacional.
Todo no puede basarse únicamente en la honestidad para ocupar el Estado, y el llamamiento a la honestidad se vuelve estéril cuando no es verdadero. Pero un Estado no puede basarse únicamente en la honestidad de los ciudadanos, necesita hacer valer su credibilidad y reputación si quiere seguir siendo un Estado soberano.
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