Garazi Aizpurua
Profesora de Filosofía

Cuando soltar no es dejar ir, sino volver a uno mismo

Hay algo profundamente humano en la resistencia a soltar. Nos cuesta despedirnos: de personas, de etapas, de vínculos que se han vuelto demasiado pesados. Y aunque la despedida en sí duela –porque duele–, a veces lo que más hiere y desgasta es la energía que invertimos en ella: pensar sin parar, darle vueltas, intentar controlar algo que ya se está transformando. Quizá ahí esté parte de nuestro sufrimiento: en dirigir la fuerza hacia lo que queremos dejar ir, en vez de hacia lo que necesitamos cuidar para seguir viviendo.

Hace poco escuché una historia que lo ilumina con una claridad inesperada. Una mujer en un vídeo hablaba del otoño y de cómo los árboles no «fuerzan» la caída de sus hojas. Nunca tiran de ellas ni luchan por soltarlas. Cuando llega el frío, emprenden un movimiento silencioso y sabio: repliegan su energía hacia el tronco y hacia las raíces, hacia ese núcleo que les permite atravesar el invierno. Retiran la savia de las hojas y la regresan al centro. Y entonces, las hojas caen solas: sin ruido, sin batalla, sin drama. Soltar, para ellos, no es expulsar lo que sobra, sino nutrir lo que sostiene.

Cuando escuché esa historia, pensé en cuántas veces nosotros hacemos justo lo contrario. Queremos soltar a alguien, pero concentramos nuestra energía en esa persona. Queremos alejarnos de un vínculo, y alimentamos ese vínculo con pensamientos, discusiones internas, intentos de «soltar» que solo nos atan más. Miramos fijamente lo que queremos dejar atrás, como si así pudiera desvanecerse.

Y quizás el camino sea otro. Quizás soltar tenga más que ver con dirigir la energía hacia dentro: hacia nuestras raíces, hacia lo que nos nutre de verdad, hacia los lugares donde todavía hay vida. Cuando hacemos ese regreso, incluso de forma suave o involuntaria, lo que ya no nos corresponde termina desprendiéndose sin violencia. Como una hoja que cae porque el árbol ha vuelto a sí mismo.

La naturaleza no necesita hablarnos, pero basta mirarla con calma para descubrir que sus ciclos revelan algo sobre los nuestros. No nos ofrece moralejas ni caminos cerrados, pero sí imágenes que nos invitan a repensarnos: ¿de dónde surge realmente el sufrimiento al soltar? ¿De la despedida en sí, o de toda la energía que invertimos en sostener algo que ya quiere caer?

Tal vez no se trate tanto de aprender a dejar ir, sino de aprender a volver. A regresar al corazón, al tronco, a las raíces. A lo que verdaderamente nos sostiene. Y confiar en que, llegado el momento, lo que ya no forma parte de nuestro ciclo encontrará, por sí solo, su manera dulce de caer.

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