Maitena Monroy Romero
Profesora de autodefensa feminista

¿De la violencia de género/machista se puede salir?

Me preocupan los mensajes que se han escogido para «animar» a las mujeres a salir de la violencia, como si fuera una decisión personal, como si no fuera la violencia en sí misma una imposición, como si solo bastará que la mujer tome la decisión y ya todo arreglado.

Sabemos que el momento más crítico para la vida de las mujeres que sufren malos tratos habituales es el momento en que deciden separarse del maltratador. Momento crítico que se puede prolongar en el tiempo. De hecho, hay muchas mujeres que sienten terror al día después, cuando se separen o cuando el agresor salga de la cárcel (en los casos que se obtiene una condena con pena de prisión) y el agresor decida cumplir con sus amenazas.

Me preocupan las repercusiones que dicho mensaje tiene en un imaginario colectivo que sigue focalizando la atención en la víctima –«por qué se deja pegar», «por qué no se va»–, que sigue analizando la violencia desde lo anecdótico o lo circunstancial de la misma. Colocando la atención de la violencia sobre la víctima pero para responsabilizarla de su continuidad.

Un mensaje que no permite a las mujeres saber cuál puede ser la hoja de ruta, en cada caso, y qué medidas de autodefensa deberá seguir. Porque no podemos controlar la voluntad del agresor pero si pensar estrategias para prevenir sus acciones.

Ejemplos de esta prolongación de la violencia son los casos de las mujeres que ven cómo el maltratador extiende la violencia a través de las hijas y los hijos. También los casos de las mujeres que sufren violencia institucional que vulnera una y otra vez sus derechos como ciudadanas. Unas instituciones que olvidan que las mujeres son las titulares de estos derechos y que toca a esas instituciones «solo» garantizar, proteger y/o sancionar la vulneración de los mismos.

O el caso de Paola Moremenacho, asesinada en Ecuador por su expareja que voló desde Bilbao para matarla después de 6 años de separación. En lo que va de la década del 2006-2016 casi 1 de cada tres mujeres asesinadas había interpuesto una denuncia previa.

Algo falla, de manera muy grave, cuando no podemos asegurar ni proteger la vida de estas mujeres cuyo verdugo es conocido con nombre y apellido. Algo falla institucional y socialmente cuando los maltratadores salen por la televisión orgullosos de denunciar a sus víctimas, como en el caso de Juana Rivas.

Creando un paralelismo, el mensaje de que de la violencia se puede salir, sería como decir que de la precariedad laboral se puede salir, sin ver, que tanto una como la otra, son fruto de un sistema, de una estructura social y económica que impone y vulnera los derechos más elementales de gran parte de la población.  Vamos, que una no decide ser pobre, como una no decide sufrir una violación o de manera reiterada sufrir malos tratos.

Dichos mensajes subrayan lo personal sin dimensionar lo estructural. El tan neoliberal «Si tú quieres tú puedes» parte de muchas premisas; una de ellas es dar por conquistada la igualdad, de manera que solo necesitamos ejercer nuestra libertad para estar y ser como deseemos. Por ello me preocupa que los mensajes de la omnipotencia personal se trasladen a las mujeres que sufren cualquier tipo de violencia sin contextualizar dicha violencia dentro de un sistema de dominación que ha sabido pasar de la natural dominación a la dominación amorosa.

Una de las dificultades que existen para que las mujeres reconozcan la violencia es que damos por hecho la igualdad. Una no está preparada para analizar su relación de trabajo, de pareja, de amistad, familiar, desde otro marco que no sea la igualdad. A ello se añaden las dificultades para nombrarse como víctimas, ya que muchas mujeres dicen no sentirse víctimas porque lo «suyo» tan poco fue tan grave (macroencuesta de 2015 en la que el 44% de las víctimas consideran que la violencia que sufren es normal). Hay una renuncia a ser sujeto de derecho, de pleno derecho cuando se minimizan los efectos de la violencia y se asume con normalidad el daño. Es decir, no estamos preparadas para identificar las señales porque nadie nos contó lo que nuestras abuelas vivieron; aquello que, en uno de los formatos más benevolentes, se expresaba con el «a mí me toco uno bueno, el mío no me pegaba». Es imprescindible recuperar los relatos de violencia y de resistencia para situar el sexismo dentro de su proceso histórico y poder entender nuestro presente para seguir avanzado hacía ese escenario de igualdad que tantas mujeres y hombres deseamos, donde todas las personas seamos y nos sintamos sujetas de pleno derecho.

Entiendo la intención de trasladar el poder de actuación frente a lo que nos sucede como seres humanos que ven vulnerados sus derechos, pero creo más acertado utilizar mensajes que faciliten entender la violencia en su dimensión estructural y su carácter impositivo.

De lo que podemos salir las mujeres es de la indefensión aprendida, pero el conjunto social de lo que debe de salir es de unas prácticas machistas, de una ideología sexista que marca una dicotomía jerarquizada de género y que durante décadas normalizó la violencia contra las mujeres y la asumió como parte de la norma de convivencia.

Del machismo se puede salir, sí, pero hay que querer hacerlo en lo individual y en lo colectivo, las mujeres solas no podemos construir una humanidad libre de violencia. Nos toca a todas y todos movernos en un pacto de Estado, de convivencia. Sigue siendo alarmante la onda antifeminista, curioso porque no somos las mujeres las que tenemos que demostrar que queremos compartir la vida en igualdad con los hombres sino que es hora de que los hombres, colectivamente, den pasos para demostrar que quieren apostar por una igualdad real.

Por último, y en relación con los mensajes-consignas, también me preocupa el «No tengo miedo» elegido para ocupar las calles y mostrar nuestro rechazo al atentado de Barcelona. Dicho mensaje pretende, desde lo emocional, no reconocer una emoción básica humana, el miedo, muy saludable para la supervivencia. El miedo nos permite encender las alertas y tomar decisiones estratégicas cuando sabemos descifrar el contexto, a diferencia del terror, que nos lleva a la parálisis y al bloqueo.

Los sin miedo recuerdan a esa masculinidad dominante, invulnerable, falta de empatía. Una masculinidad hegemónica, interclasista, interreligiosa que actúa sin sentir el dolor ajeno. Sin sentir la vulnerabilidad de esta humanidad compartida que debe marcar nuestro modelo relacional basado en el bien común y en la ética del cuidado.

Desde aquí les digo que les tengo miedo, pero que los violentos nunca conseguirán callarnos, ni echarnos de las calles, de las plazas, de los bares, de las universidades ni de ningún espacio. Les tengo miedo, sí, pero nunca conseguirán atemorizarme, ni perder la confianza de que es posible, colectivamente, construir un mundo libre de violencia.

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