Asier Fernández de Truchuelo Ortiz de Larrea

Del «Apezak hobeto!» al «¡Euskadi y olé!»

Nosotros, los vascos, ¿cuántas veces sentimos esa angustia vital de sentirnos extranjeros en nuestra propia casa? Sin ningún lugar en el mundo al que llamar «Gure Etxea». Porque, no lo olvidemos, una tierra sin «euskaldunes» jamás podrá llamarse Euskal Herria; por mucho que en ella naciera el mismísimo Eneko Aritza.

¿Qué pensarían aquellos primeros expedicionarios franceses, al llegar a las costas de la recientemente nombrada Terranova y ser recibidos en la lengua de los vascones? ¿Tal vez que las «brujas» de Pierre de Lancre –instructor en 1609 de un proceso de brujería en Lapurdi– habían atravesado el Atlántico para refugiarse en aquellas lejanas tierras? Con aquellas pintas y hablando en aquella «lengua del demonio» cualquier cosa habría sido posible...

Pero ¿qué llevó a la tribu de los micmac a adoptar ciertos vocablos eúscaros? La necesidad, ni más ni menos. Que adoptaran el euskara o un «pidgin» algonquino-vasco nos viene a decir cuáles eran las lenguas habladas por las gentes que iban a aquellas pesquerías, y por los habitantes de lo que vendría a llamarse Terranova. Y es que hubo un tiempo en el que en Vasconia la gente era monolingüe vasca, igual que ahora lo son en la lengua francesa o española, y sin que a nadie le sorprenda. Y esa lengua, la propia, fue la que aquellos pescadores transmitieron a los habitantes originarios de aquellas tierras, saludándoles con el genuino «Apezak hobeto!» y no, como habría dicho el recientemente fallecido Joxe Ulibarrena, con el «modernícola» –aunque, por supuesto, más acorde a los tiempos actuales– «¡Euskadi y olé!».

Pensándolo bien, también podríamos decir que fueron los genuinos inventores de un género de ciudadano muy extendido por la actual geografía de Euskadi, los actuales «agurparlantes»: cosas de las moderneces, un «pigdin» castizo que bien podríamos definir como «euskañol».

Con la perspectiva actual, a esos «pieles rojas» los consideraríamos vascos. No sé si con la capacidad de jugar en el Athletic –la verdad es que tanta pseudofilosofía me confund–, pero «vascos» sí que diría que lo serían... En definitiva, sabían decir «Apezak hobeto!», hilvanaban dos palabras… Txo!!

Pero vamos a hilar más fino... Si a ellos los llegásemos a considerar vascos, ¿sus tierras serían Euskal Herria? Ene… Donde hay un ruso es Rusia, y, si no, que se lo pregunten a todos los «pies rojas» que han quedado desperdigados a modo de quinta columna por toda la geografía de la extinta URSS. No hay más que mirar a Ucrania, «Utrimque roditur» que dijo D. Carlos Príncipe de Viana: Crimea, Donetsk y Lugansk. A Moldavia, Transnistria. Y no podemos olvidarnos de Bielorrusia, tan de actualidad, que vivió plácidamente mientras a Ucrania le sucedían todos los males. Un país títere, como tantos otros, nacido a la sombra del gran oso ruso y de las cenizas de Polonia (Línea Curzon 1945).

Ahí andan los rusos étnicos haciendo de las suyas, olvidaos del componente ideológico. El hijo de un imperio es imperialista por naturaleza, y aprovecha cualquier oportunidad para restaurar la territorialidad de la madre patria; creando conflictos o agitando el avispero, pero siempre con ayuda de la metrópoli (Moscú, Madrid, París, Washington…). Siempre cómodos mientras se mantenga el estatus quo pre-establecido.

Si es así, ¿qué pasa con todas las tierras de Vasconia que están habitadas por los continuadores de la tradición de de San Isidoro de Sevilla y de Don Pelayo, o del mismísimo Carlomagno Imperator Romanum y rey de los francos? Ya tenemos un Treviño y un Villaverde de Trucíos –por no mentar a San Vicente de la Sonsierra de Navarra– como casos más significativos, que no los únicos.

Una Metrópoli como el Gran Bilbao, que, al igual que todas las grandes conurbaciones urbanas, termina por generar una identidad propia, muchas veces ajena a la identidad del propio territorio, y que, con esa superioridad metropolitana, termina por irradiar e imponer su nueva realidad al resto del territorio.

Podría suceder como en el caso de Prusia, prototipo de la identidad alemana, cuya titularidad ahora recae en manos polacas y rusas, y que ha sido completamente desnaturalizada. Por eso dicen que Kant, nacido en Kaliningrado, Rusia, es alemán... pero a San Francisco Xavier, nacido navarro, ahora le dicen español ¿No se os hace curioso?

Para cambiar la identidad del territorio tuvieron que erradicar a la población autóctona, y trasladar a dichos lugares a residentes étnicamente afines al país que tomó la posesión del territorio. Así, intercambios de población forzosos a lo largo del siglo XX los ha habido (y los sigue habiendo) entre alemanes, polacos, ucranianos, judíos, turcos, griegos... Éstos que se dan entre Estados son más vistosos por la repercusión internacional que tienen. Por ejemplo, en Polonia se llega a denominar a esos territorios, anteriormente étnicamente alemanes, como «territorios recuperados».

Pero ¿qué pasa cuando un pueblo sin estado ve desbordado su espacio vital por el Estado Colonizador? Por ejemplo, China con el caso Uigur o el Tíbet, Pakistán con Baluchistán, y un largo etcétera. Pero no hace falta mirar tan lejos: ¿qué pasó y qué pasa en la Casa del Padre? Siempre nos resulta muy fácil resolver los problemas ajenos; será por aquello de que la perspectiva nos hace ser más objetivos.

Nosotros, los vascos, ¿cuántas veces sentimos esa angustia vital de sentirnos extranjeros en nuestra propia casa? Sin ningún lugar en el mundo al que llamar «Gure Etxea». Porque, no lo olvidemos, una tierra sin «euskaldunes» jamás podrá llamarse Euskal Herria; por mucho que en ella naciera el mismísimo Eneko Aritza.

Y ser euskaldun es más que ir a una academia a aprender inglés... Una nación, igual que un árbol, necesita raíces que lo enraícen a la tierra –a su pasado–, un tronco que lo sustente y lo mantenga firme, semillas para multiplicarse y preservar su futuro, así como ramas y hojas para hacer la fotosíntesis y mantener su esencia. Un pueblo que viva sólo del aire durará lo que dure la brisa de verano: un pueblo sin raíces no tiene futuro.

Si sólo pensamos en el presente y denostamos el pasado propio, sea por considerarlo obsoleto o sea por aglutinar a esa parte de la población que vino a nuestro bosque; si estamos dispuestos a cortar nuestros árboles (nuestra esencia, en definitiva) para que ellos se sientan más cómodos, no merecemos sobrevivir.

Es como si decidimos talar los robles de Gernika y, en su lugar, poner un tótem indio. Seguramente quedará muy pluricultural y esnob, al mismo tiempo que decorativo, pero no nos representará.

Agur eta ohore arbola santua,
gorde gaitzazu danok zeure gerizpean.
Euskaldunon artean beti maitatua
Betiko izango zara geure bihotzetan.

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