Iñaki Egaña
Historiador

Del consumismo a la desconexión

En ese intermedio, sin olvidar esos objetivos, hay muchas apuestas a realizar, junto al mantenimiento de las trincheras para evitar que nos engullan.

Los últimos golpes de Estado en Perú y Brasil, el avance en las posiciones de los Tea Party europeos y de Israel, el auge de los mensajes identitarios ultra religiosos y nacional-medievalistas en el Viejo Continente, incluida España, la pugna en el seno del Partido Republicano por liderar el Congreso de EEUU... son señales de un mañana complicado. El fascismo, con el apoyo de un relato excluyente, varado en las supremacías clásicas, acecha a la vuelta de la esquina con nuevas y modernas artes. Una gran paradoja, por cierto. Desde los bots, algoritmos y una realidad fake propia de ese futuro que ya nos ha atrapado, pretenden retroceder siglos en el conjunto de los avances sociales y políticos de la humanidad.

Estas ideas, con un falso discurso libertario individualista aparentemente «enfadado» con la corrupción, los intereses creados, el clientelismo y tantos otros defectos o desmesuras de lo público (sueldos, subvenciones a partidos, sindicatos, ONGs...) están encontrando eco en algunos sectores de las clases populares. Un discurso perverso que también pone en cuestión la enseñanza y la sanidad pública, rentas básicas y salarios y pensiones mínimas, los derechos colectivos y universales, y la democracia misma.

Un discurso que cuestiona lo público, pero no lo privado, que ve enemigos en cada diferente porque «nos roban lo nuestro» con su sola presencia, que sitúa la identidad de género, la orientación sexual de las personas entre los grandes problemas a combatir. Un discurso que ve conflictos por doquier cuando se trata de resarcir a los débiles y desheredados pero que no ve ni en el capitalismo ni en sus consecuencias de desigualdad el mínimo de inquietudes y que no tarda en apelar al golpe militar o civil y a la eliminación de las libertades para mantener el «buen orden».

En ese magma, el mayor peligro deriva del discurso reaccionario aparentemente amable que nos habla de liberalismo a ultranza, de globalismo económico, de crecimiento económico sin fin, de desarrollo sostenible. El modelo económico consumista y liberal que produce millones de muertos por inanición en la época de la abundancia o por enfermedades combatibles sin apenas costo, millones de desplazados por las guerras, el hundimiento de las economías locales, por la explotación de los recursos, por el clima. Millones de personas viviendo en sociedades desarrolladas en el umbral de la pobreza, sin trabajo estable, sin hogar, sin energía, sin agua. Un modelo económico que se está merendando el planeta como si fuera un trozo de tarta.

En este escenario, los impulsos se contraen en defensa de todo aquello que, con un ímprobo esfuerzo revolucionario, las generaciones anteriores nos dejaron en herencia. Esta contracción nos impulsa a la defensa, cuando para sobrevivir necesitamos justo lo contrario. En este mundo que se desmorona, abrir caminos para el cambio es tarea fundamental. «El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. En medio surgen los monstruos», dejó escrito Gramsci. Frase manida, pero acertada. Porque probablemente nos encontremos en esa encrucijada. Mientras tanto, no podemos dejar la retaguardia sin proteger.

En 2023 no lograremos tomar el Palacio de Invierno. No demoleremos las tapias racistas a lo largo del planeta, ni acabaremos con las terribles desigualdades sociales del neoliberalismo. Tampoco derribaremos los muros de las prisiones y, como ya ha sucedido en dos primeros meses del año, los «fachos alfa» continuarán haciendo de las suyas. Tampoco seremos un estado independiente, como sorprendentemente coincidieron para esta época, hace ya unas décadas, una dirección de ETA y Xabier Arzalluz, el entonces gerente del PNV. ¿Pero? En ese intermedio, sin olvidar esos objetivos, hay muchas apuestas a realizar, junto al mantenimiento de las trincheras para evitar que nos engullan como Gargantúa a los niños traviesos.

Las claves son sencillas. La desconexión. No hablo de abandonar la vida urbana y retornar a Walden, como narró Thoreau, o como afirman abstraerse de la civilización los de esa secta de no sé cuántas tribus que sigue a un tal Yahshua desde Donostia y Corella. Tampoco de meter nuestros aparatos electrónicos en una jaula Faraday para que pasemos inadvertidos en el entorno autómata que nos aprisiona. Menos aún, hacernos con paraguas de acero para evitar esos «chemtrails» que dejan los aviones al cruzar por el firmamento.

Me refiero a la desconexión que debería acompañarnos en nuestra militancia cotidiana. Las posibilidades son inmensas, únicamente marcadas por el nivel de nuestro compromiso y coherencia. Y ni siquiera nos exigiríamos ser coherentes todos los días o a todas horas. Estas decisiones, desdeñadas por los del todo o nada, nos ayudan a desbrozar esa avenida hacia nuestros objetivos. No es de recibo, al menos desde mi humilde punto de vista, presentar la revolución comunista con un atril rojo y vistiendo una determinada y cara marca de ropa, denunciada reiteradamente por su esclavismo infantil y laboral. La credibilidad del mensaje agoniza con el nihilismo del mensajero.

Un único ejemplo. Hace unas cuantas semanas, las organizaciones de consumidores denunciaron que algunas grandes superficies comerciales habían aprovechado la inflación para subir el precio de sus productos más del doble del IPC. Para mejorar, en ese revuelo, sus beneficios y aumentar su patrimonio. También que, con la desaparición temporal del IVA a algunos alimentos básicos, ocho de esas grandes cadenas europeas, españolas o vasca ni siquiera lo aplicaron en sus precios. Prácticas inmorales, contrarias a mejorar la calidad de vida de la mayoría. En consecuencia, ¿por qué sigo yendo a las grandes superficies? ¿Por qué no acercarme a mi tienda de barrio, a la compra y el consumo local en vez de a esos almacenes que, a través de sus equipos de marketing, nos muestran un falso label de cercanía? ¿Por qué no acercarme a los espacios cooperativos de consumo y economía social transformadora?

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