Maite Ubiria
Kazetaria, Sortuko Nazioarteko Politikako arduraduna

Del «Je suis Charlie» al «Je suis Basque»

Cuando se ha cumplido ya una semana del atentado contra el periódico satírico “Charlie Hebdo”, este sigue provocando una fuerte impresión en la sociedad francesa y, por extensión, en Europa. Sin embargo, tras el duelo, lo ocurrido debería abocar a abordar cambios fundamentales a la hora de hacer frente a dos ecuaciones no resueltas: una, el equilibrio entre libertad (o, complementariamente, la igualdad o la justicia social) y seguridad; el segundo binomio se refiere a la gestión de la identidad y la multiculturalidad.

El carácter silencioso, ajeno a banderas partidarias, profundamente ciudadano, de las primeras convocatorias de repulsa por la violenta desaparición de varios de los lápices más afilados de Francia, que tuvieron un reflejo destacado en Euskal Herria, contrasta con la exaltación del republicanismo jacobino a que ha dado paso la jornada movilizadora del 11 de enero.

Ese clamor silencioso también desborda con creces la pretensión de utilizar el rechazo a la violencia yihadista como tapadera perfecta de esa batería de restricciones a las libertades con las que los ministros de Interior de la UE irrumpieron en el duelo que siguió al atentado. Y, por descontado, al zafio propósito de presentar a líderes mundiales con gravísimas responsabilidades en la vulneración de derechos humanos a a cabeza de la marcha de París como adalides de la paz y la libertad.

Pese a los usurpadores, el atentado contra “Charlie Hebdo” es un ataque insoportable contra la libertad de expresión. No hay duda de ello, porque las personas que lo llevaron a cabo quisieron matar a esos viñetistas, por más que, en su camino, causaran otras muertes.

Hago hincapié en esa vulneración no sólo, aunque también, por haber ejercido dos largas décadas como periodista, sino sobre todo por formar parte de una sociedad a la que se ha sometido y se somete a un sinfín de mordazas. De un país que ha visto cómo policías asaltaban redacciones de periódicos, detenían y en algunos casos torturaban a periodistas, para encerrarlos –como a mis ex compañeros de “Egin”, con Xabier Salutregi a la cabeza– y dejar clausurados sine die los medios en que trabajaban.


Los corsés analíticos del pensamiento único, al calor de la «guerra contra el terrorismo», se han traducido en una pérdida progresiva para la libertad de pensamiento y de opinión.

No se trata de diluir el ataque y su resultado de muerte en el océano de injusticia que ahoga a millones de personas en todo el mundo. No se merecen los pueblos a los que el imperialismo castiga con guerras, embargos, colonizaciones, muros y ese arma de destrucción masiva llamada pobreza que, desde una posición eurocéntrica y egocéntrica, nos apropiemos de su dolor para equilibrar la balanza argumental.

Sin embargo, entiendo que la denuncia ante una agresión inaceptable no implica tener que retratar a Francia como el paraíso de la sátira y la critica política, como si en el Hexágono se pudiera decir todo sin pagar las consecuencias en forma de repudio profesional o proceso penal.

Rescato una reflexión de Saladin Ahmed en “The New York Times”: «en un mundo dominado por voces privilegiadas no es suficiente reírse de todo, porque en un mundo de desigualdades, la sátira que se mofa de todo también puede ser usada por el poder y en ese contexto deberíamos reflexionar sobre si nuestros insultos se suman a heridas ya existentes».

En todo caso, creo que ante la gravedad de lo ocurrido, no es cuestión tanto de lanzarse a la correría de las explicaciones –descartado todo ánimo de justificación– como de buscar las razones para ir abordando la búsqueda colectiva de respuestas a la que nos obliga una realidad que, por repetida, nos sitúa ante una necesidad imperiosa de pensar las cosas de otra forma.


La receta del permanente reforzamiento policial y legislativo no ha servido para dar réplica a los desafíos mal resueltos que nos conectan con la pésima gestión de la diversidad cultural, ni para subsanar la avería que desde hace décadas sufre el llamado ascensor social en Francia. La política de austeridad y hurto de rentas populares con que las élites han respondido a lo que llaman asépticamente crisis económica ha venido a agudizar unas tendencias de quiebra del contrato social presentes desde hace décadas en Francia.

Porque el ataque no se ha producido ni en un escenario neutral ni en un tiempo cualquiera, sino en un país en el que las propuestas de la ultraderecha, con la ayuda del marketing político, se han normalizado a ojos de amplias capas de la ciudadanía. La estrategia de estrechar el espacio de la extrema derecha incorporando sus principales demandas a la oferta política solo ha servido para expandir la aureola del Frente Nacional, al tiempo que disminuía el respaldo de las formaciones de izquierda.

No estamos, tampoco en este caso, ante un suceso casual, por más que a la izquierda gala le corresponda también analizar sus errores, algunos de ellos derivados de su visión ultrajacobina y hasta refractaria de la diversidad.

Así las cosas, el vaciado ideológico, o la pérdida de referencias intelectuales, ha cedido terreno a las tendencias extremistas y a las campañas retrógradas –a no olvidar las impulsadas por la Iglesia católica contra el aborto o los derechos de las parejas homosexuales– en ese escenario.

Sin una acusada devaluación del espíritu crítico no se habría producido, seguramente, con tanta placidez el viaje a ninguna parte a que se consagra la política exterior gala, que ha renunciado a la soberanía para operar en clave exclusivamente atlantista, con las consecuencias de muerte y destrucción que ello acarrea a los pueblos que sufren las sucesivas intervenciones militares, en África u Oriente Medio.

De puertas adentro, uno de los grandes retos que tendrán que afrontar los verdaderos amigos y amigas de “Charlie Hebdo” en el corto plazo será combatir de raíz una islamofobia ya muy presente en Francia y en Europa. Aunque no es un reto made in France, como prueban las recientes marchas en Suecia o Alemania y controversias más cercanas; por ejemplo, en relación a la apertura de lugares de oración para la comunidad musulmana, en Euskal Herria.

Francia se enfrenta a un espejo que le devuelve una imagen distorsionada. Así lo constata la demógrafa Michèle Tribalat en su libro “Asimilation: la fin du modèle français”, en el que se pone de manifiesto el persistente sobredimensionamiento de la comunidad musulmana y en general de la población migrante. En consecuencia, se dan por válidas estadísticas irreales de cara a asentar como verdaderos una serie de prejuicios de fácil venta en tiempos difíciles para las clases populares.

Lo que sí es cierto es que desde hace demasiado tiempo el espejo francés muestra a jóvenes que no han conocido otro país que el suyo, que se llama Francia, pero que no se ven reflejados en el imaginario colectivo y a los que esa República que preconiza la igualdad les repudia, eso sí, con buenas palabras cuando tratan de alquilar un apartamento o concertar una cita profesional. Si no pueden progresar en su país, ¿están abocados a engrosar las filas de un proyecto totalitario que se expande con el extremismo religioso como bandera gracias a la financiación original a cargo de potencias occidentales o aliados regionales de éstas?


No conviene, por descontado, rendirse tampoco en este aspecto a la sobrestimación demográfica, y aunque la presencia de occidentales en las filas yihadistas es irrefutable –la resistencia kurda ha alertado de ello sin que, por cierto, poco o nada se hayan alarmado las cancillerías europeas–, se impone cambiar de raíz la forma de hacer las cosas, empezando por casa.

Tengo colegas y amigos que lloraron al saber de la muerte de Cabu, porque ese genio inmortal es sinónimo para ellos de las tazas de chocolate caliente y dibujos animados de la infancia. Pero esas lágrimas, me confiesan, han dado paso a rostros estupefactos por temor a una larga resaca en forma de política de tierra quemada.

Superado el impacto emocional, la reacción epidérmica y la eclosión mediática, queda determinar las responsabilidades y ahondar en los orígenes –lleven estos a Yemen, a Irak o a los despachos de los servicios de seguridad, que operan en despachos parisinos– del ataque.

Porque, no nos engañemos, la actualidad devorará pronto esas imágenes de millones de personas en torno a un eslogan. Y el polvo caerá sobre esa edición especial que nadie querría que hubiera tenido que hacerse y que, por cierto, guardarán como recuerdo gentes que no habrían echado en falta en los quioscos ese medio, dentro de esa extinción mediática que tiene lugar en Francia sin que nadie establezca una relación entre la pérdida de pluralidad informativa y la usurpación de espíritu crítico, tan esencial para mantener vigentes las libertades que se lograron luchando contra precedentes totalitarismos.

Cuando se apaguen las cámaras, seguirá pendiente la tarea de defender los derechos frente al apetito voraz de los liberticidas de toda ralea. Y, sobre todo, el reto de construir modelos sociales sostenibles y relaciones internacionales basadas en el respeto a los pueblos y a las personas. En esa batalla, el grito “Je suis Basque” no debería resultar ajeno a cuantos, a ambos lados de los Pirineos, han empatizado estos días con la proclama “Je suis Charlie”. Sólo es cuestión de atreverse a pensar el mundo de otra manera.

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