Víctor Moreno
Profesor

Delenda est monarchia!

Lo que causa recelos fundados es que juristas e historiadores actuales actuales sigan utilizando idénticos argumentos para decir lo mismo

Ya va para dos años, cuando el presidente de «Òmnium Cultural», Cuixart, en sus declaraciones al Tribunal Supremo que lo juzgaba en octubre de 2019 por sedición y lo condenó a nueve años de prisión, soltó una frase de las que invitan a reflexionar: «El Estado de Derecho no está por encima de la democracia, porque el franquismo también era un Estado de Derecho».

Los periódicos del momento se limitaron a declarar que la primera parte de la frase era verdad o «media verdad», pero de la segunda no dijeron ni palabra. ¿Significaba esto que daban por bueno que el Franquismo fue un Estado de Derecho? No sería nada de particular. Historiadores de derechas y de izquierdas aparentes, siguen manteniendo que aquella Dictadura queda legitimada diciendo que fue un Estado de Derecho, aunque sin aplicarle el adjetivo democrático.

Cuando estos historiadores lo proclaman, no ignoran que siguen la estela de aquellas veintidós personalidades que elaboraron un Dictamen del 21 de diciembre de 1938, declarando la ilegitimidad del Gobierno de la II República.

Quienes mantienen un cordón umbilical ideológico con aquellos facciosos, no extraña que reproduzcan hoy las mismas falacias de 1938 a la hora de legitimar jurídicamente, no solo el golpe de Estado, sino el régimen advenido tras él, es decir, la Dictadura, presentándola como un Estado de Derecho. Y que el independentista Cuixart lo reclamase «irónicamente» como argumento indirecto de su defensa, sabiendo que el franquismo jamás fue un Estado de Derecho, aunque así lo consideren actuales jueces del Tribunal Supremo. De hecho, este Tribunal ha sido el gran valedor jurídico de la Dictadura franquista presentándola como un Estado de Derecho.

Lo primero que llama la atención de aquel dictamen es la urgencia de su elaboración. Si el régimen fascista tenía tanta seguridad de su legitimidad -una seguridad que le veía otorgada por su victoria en la Santa Cruzada y sancionada teológicamente por parte de la jerarquía eclesiástica y por el Vaticano-, ¿a qué venía solicitar un dictamen favorable de un grupo de 22 personalidades pertenecientes en su mayoría al ámbito de la abogacía?

A fin de cuentas, el Dictador había repetido que la legitimidad de su régimen procedía de su victoria, del mismo modo que la futura monarquía del borbón quedaría legitimada siguiendo los principios del 18 de julio del Glorioso Movimiento Nacional. Es decir, un golpista legitimando una monarquía por vía autoritaria y dictatorial. Vergüenza tendría que dar a los valedores socialistas de dicha monarquía haciendo una y otra vez encaje de bolillos imposibles para justificar y reivindicar su existencia en un Estado de Derecho.

El dictamen, al que aludo, se entregó a R. Serrano Suñer, ministro del interior franquista, en febrero de 1939. Sobre este dictamen, Mariano Ruiz Funes, político republicano, catedrático de derecho penal en la Universidad de Murcia, exiliado en México y amigo íntimo de Manuel Azaña, dijo que se trataba de un documento que ponía en práctica una «justicia al revés», expresión que repetiría con cierta burla Serrano Suñer en sus Memorias, publicadas tras la muerte de Franco, con estas palabras: «Se estableció que «los rebeldes» eran los frente-populistas, olvidando que la rebeldía contra una situación que se estimaba injusta -rebeldía santa en la idea de muchos estaba jurídicamente en el Alzamiento Nacional. Razón de la que resulta que los rebeldes contra el Gobierno del Estado constituido republicano eran, a tenor del Código de Justicia Militar, los que se alzaron y todos los que asistimos y colaboramos, y que no podían ser jurídicamente tales quienes estaban con el Gobierno constituido (…). Sobre esta base de la justicia al revés -sistema insólito en la historia de las convulsiones político sociales comenzaron a funcionar los Consejos de Guerra» (R. Serrano Suñer, Entre el silencio y la propaganda, la historia como fue. Memorias, Planeta, Barcelona, 1977).

Parece «lógico» aceptar que estos juristas suscribieran dicho dictamen. Lo que causa recelos fundados es que juristas e historiadores actuales sigan utilizando idénticos argumentos para decir lo mismo con nuevos tecnicismos, apelando a un «legitimidad de origen» y a otra «legitimidad de ejercicio», como si dichas argucias jurídicas pudieran justificar el origen de un régimen basado en un golpe de estado y una posterior represión, devastando los derechos humanos durante más de cuarenta años.

Que tanto la monarquía como el franquismo tengan que echar mano de la misma argucia para defenderse como instituciones del Estado demostraría su endeblez jurídica, y sería un síntoma de mal agüero que la monarquía y el franquismo intenten refrendar su status democrático apelando a un origen espurio y violento, incompatible con una democracia.

Ninguna de ellas, dictadura y monarquía, tienen como fundamento la voluntad de la ciudadanía expresada mediante sufragio universal o referéndum. Que el jefe de Estado sea heredero de un monarca nombrado a dedo por un Dictador, que jamás supo lo que era un Estado de Derecho ni un Estado democrático, más que sarcasmo, es una ignominia. Debería ser destruido. Democráticamente, claro.

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