Fran Espinosa
Politólogo y activista social

Democratizándonos

Fue Abraham Lincoln en su discurso de Gettysburg quien estableció una de las definiciones más célebres que se conocen de democracia: el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo. Esta formulación se adapta bien a un modelo de democracia directa, pero pierde consistencia cuando incorpora el fenómeno de la representación.

Repelús me ha producido escuchar a Mariano Rajoy en su reaparición pública en las Fiestas del vino de Leiro y a Ana Beltrán en la radio esgrimir aquello de «nosotros, los demócratas».

Democracia es una palabra que se usa continuamente en nuestro lenguaje cotidiano. Está en boca de todos y se da por supuesto que todo el mundo sabe lo que es, aunque cada quien pone, según le convenga, el énfasis en unos aspectos o en otros, entrándose a veces en flagrantes contradicciones.

Al igual que muchos conceptos, la democracia se puede abordar desde dos perspectivas básicas: una perspectiva formal y una perspectiva material. En su dimensión formal, entendemos por democracia las elecciones, la asamblea legislativa, los partidos políticos, la división de poderes… Nos referimos, por tanto, a sus aspectos tecnológicos, a un procedimiento reglado para conformar mayorías que tomen decisiones y para elegir gobiernos periódicamente.

La dimensión material, sin embargo, se centra en la substancia de la propia democracia. El fin último de la democracia no es otro que favorecer, en el sentido más amplio de la palabra, el desarrollo de la dignidad de todas las personas, lo que se consigue a través de la libertad, la igualdad, la solidaridad y los derechos en que se sustentan estos principios.

Atendiendo ahora a la etimología de la palabra democracia (del griego demokratía), nos estamos remitiendo con ella a un sistema de gobierno en el que el poder político reside en el pueblo.

En la misma línea, fue Abraham Lincoln en su discurso de Gettysburg quien estableció una de las definiciones más célebres que se conocen de democracia: el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo. Esta formulación (que es la que la mayoría de las personas utilizan para responder a la pregunta qué es la democracia) se adapta bien a un modelo de democracia directa, pero pierde consistencia cuando incorpora el fenómeno de la representación. A partir de ahí adquiere ya tintes religiosos y místicos, pues cuando se considera a los miembros de los parlamentos o de las corporaciones locales como la representación del pueblo estamos siguiendo un camino tan mágico y oscuro como cuando se convierte al sacerdote en representante de Dios.

En cierta ocasión un periodista le preguntó a Miguel de Unamuno «Maestro, ¿cree que existe Dios?», a lo que Unamuno respondió «Dígame usted qué entiende por creer, por existir y por Dios y entonces podré contestarle».

Por eso siempre es bueno empezar por el principio y definir de inicio de qué estamos hablando cuando nos referimos a las dos patas que constituyen el sustantivo democracia: el «demos» o pueblo y el «kratos» o poder.

Ambos términos no están exentos de contradicciones internas. No en vano, en la democracia ateniense el «demos» estaba formado únicamente por los varones libres, quedando excluido de este selecto club alrededor de un 80% de la población (mujeres, extranjeros y esclavos).

El concepto de pueblo tiene mucho de abstracto y metafísico. Los pueblos, si bien poseen unas huellas digitales objetivas basadas en la historia, las tradiciones, la religión, la etnia o la lengua (aunque estos 3 últimos factores pueden ser a la vez motivo de fractura, como sucedió en la extinta Yugoslavia) y ocupan un territorio geográfico (elemento que no existe siempre, a tenor del caso del pueblo gitano o del pueblo hebreo antes de la construcción del Estado de Israel). son comunidades que se reconocen a sí misma a través de la subjetividad, de la voluntad de ser y del sentimiento de pertenencia a un grupo que comparte un proyecto de vida en común.

Más que por la cultura, la religión o la etnia, el pueblo se define por la vocación de imaginar un futuro colectivo. De hecho, desde que la migración entre continentes se ha universalizado, los nuevos pueblos se conforman en sociedades mestizas y pluriidentitarias. En Navarra, por ejemplo, más del 10% de la población proviene de otros países y en torno al 35% tiene origen en otras regiones autónomas. Es decir, casi la mitad de la población navarra procede de fuera de Navarra, pero, sin embargo, son también parte del pueblo navarro del siglo XXI. Y es que en la actualidad, salvo en entornos muy cerrados y de la mano de la globalización (en su sentido positivo), estamos asistiendo a la cosmopolitización de los pueblos.

En cuanto al poder podemos explicarlo como la capacidad que tiene un sujeto de obligar a otro a que actúe o que deje de actuar una manera determinada o como la habilidad que tiene un sujeto para hacer que otro piense y se comporte de acuerdo a los intereses del primero. De la anterior definición se desprende que hay, por tanto, 2 formas básicas de ejercer el poder: Por coerción y por influencia, bien sea influencia activa a través del convencimiento y de la seducción o bien sea influencia pasiva, que se manifiesta por medio de la resignación y de la imposibilidad de imaginar alternativas diferentes. Así es como el dogma de que la democracia, efectivamente, sólo puede ser representativa o de que no hay opciones frente al sistema capitalista se han convertido en axiomas.

De sobra sabemos que el valor de las ideas no radica en su antigüedad o su modernidad, sino en su utilidad. Si la rueda tiene ya más de 5.000 años y hasta la fecha a nadie le ha dado por construir una rueda cuadrada, por qué no concederle una oportunidad a la democracia y, en lugar de elegir a quienes deciden, decidir por nosotras y nosotros mismos.

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