Fran Espinosa
Politólogo y activista social

Derecho a decidir

Puesto que las leyes las aprueba el Parlamento y para que el Parlamento funcione debe primero constituirse Gobierno, con el asunto de la eutanasia ocurre como con otros que están sobre la Mesa del Congreso y que son susceptibles de salir adelante a poco que las Cortes funcionen.

-¡Vamos, escúcheme, por Dios bendito!
Voy a hacer todo lo que esté en mi mano
para que viva usted más de un verano.
Lo juro por mis hijas, don Benito.

Pero eso sí, y es obvio, necesito
que ponga de su parte. El estar sano
requiere un sacrificio soberano
del paciente en cuestión, se lo repito.

Sé que ha cumplido ayer noventa y nueve
y, aunque no pueda abandonar la cama,
los brazos, por fortuna, aún los mueve.

¡Así qué déjese de tanto drama!
El optimismo es la mejor gimnasia.
-Doctor, no insista. Quiero la eutanasia.

En su ronda veraniega con distintos colectivos sociales y tras reunirse con representantes de asociaciones vinculadas al mundo de la salud, el presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, se ha comprometido a dar «impulso definitivo» a la ley para la regulación de la eutanasia, una ley que en la actualidad aglutinaría el respaldo mayoritario de ambas cámaras legislativas y que cuenta, además, con gran aceptación ciudadana (no en vano, el pasado mes de julio, tras recabarse más de un millón de firmas a través de la plataforma change.org, se registró en el Congreso de los Diputados una Iniciativa Legislativa Popular –ILP– para su despenalización).

Ciertamente, la eutanasia también tiene detractores que suelen escudarse en el Código Penal vigente y que fundamentan sus tesis en el derecho a la vida (recogido en el art. 15 de la Constitución), sin embargo, lo que aparece en última instancia cuando rascas un poco en sus argumentos son motivaciones religiosas: La idea de que sólo Dios da y quita la vida a su antojo.

En cualquier caso, lo que sí que no debería ser admisible en una democracia consolidada, como se supone la nuestra, es que, tal cual sucede hoy día, las creencias sobrenaturales de un grupo, por numeroso que éste sea, se extiendan a toda la sociedad de manera coercitiva.

Existen también los que aducen que la demanda de eutanasia por parte de muchos enfermos terminales es consecuencia del miedo al dolor, al sufrimiento físico y emocional que trae aparejado el trance de la muerte. Loan, entonces, los avances de los cuidados paliativos y apuntan a la combinación de fármacos con terapias alternativas y ejercicios espirituales para conseguir un «buen morir».

Quienes se posicionan así demuestran, más allá de un desprecio absoluto por la agonía ajena, un total desconocimiento de la complejidad y de las necesidades del alma humana. Y es que en diversas encuestas que se vienen realizando desde mediados del siglo pasado, convertirse en una carga para los seres queridos o la pérdida de autonomía y dignidad son motivos elegidos por encima del dolor para inclinarse a la eutanasia.

En una línea similar de defensa de la vida desde el desprecio a la misma vida se posicionan aquellos que deducen que detrás de la opción de acabar con la propia existencia subyace la incertidumbre del enfermo terminal a que sus necesidades básicas no sean atendidas al final de sus días. Arguyen, por consiguiente, que no se trata de una decisión libre, sino producto de la inseguridad económica y proponen como solución desarrollar las condiciones materiales (profesionales cualificados, clínicas, residencias…) que impidan la propensión a la eutanasia.

Invertir en infraestructura y en medios humanos, obviamente, es fundamental para mejorar las condiciones de los pacientes, pero restringirlo todo a ello en el debate que nos ocupa equivale a equiparar el derecho a la vida con un mero derecho a la subsistencia. No es baladí que los que manifiestan dicha opinión sean los mismos que abogan por bajar los impuestos, por privatizar la sanidad o, incluso, por desahuciar a personas impedidas que se han retrasado en el pago de sus cuotas hipotecarias o de alquiler.

Tampoco hay que olvidar a los agoreros que vaticinan que la regulación de la eutanasia traerá aparejada de inmediato una suerte de «efecto llamada» que supondrá un aumento de las solicitudes de su aplicación y, en paralelo, un descenso significativo de la población. A los promotores de lo anterior, tan preocupados por la disminución del censo, se les suele ver exigiendo que se cierren las fronteras y puertos en lugar de acoger e integrar a las y los migrantes que buscan un futuro mejor.

La eutanasia voluntaria (conocida con nombres, como «suicidio asistido» en Holanda u «homicidio piadoso» en Perú o Colombia) es el derecho a la autodeterminación por antonomasia, el último reducto del individuo libre y donde no caben injerencias del Estado, porque, en circunstancias extremas, sólo cada cual puede valorar hasta dónde es compatible la vida con la dignidad y con el propio deseo de vivir.

Puesto que las leyes las aprueba el Parlamento y para que el Parlamento funcione debe primero constituirse Gobierno, con el asunto de la eutanasia ocurre como con otros que están sobre la Mesa del Congreso y que son susceptibles de salir adelante a poco que las Cortes funcionen.

Entretanto, mientras nuestros representantes públicos se empeñan en no ponerse de acuerdo, el tiempo que transcurra en este impasse político será para muchos un camino de espinas, de negación de su identidad y de conculcación de su derecho a decidir. Porque decidir cómo se quiere vivir culmina de manera necesaria con decidir cómo se quiere morir.

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