Víctor Moreno
Profesor

Derechos de ciudadanía

La tesis de que no dependemos de ninguna categoría histórica pretérita para decidir lo que somos y lo que queremos ser en la actualidad es tan válida como su contraria.

Decía Paul Preston que «para que un ciudadano pueda ejercer sus derechos necesita conocer su propia historia». Si se da por bueno el axioma, es decir, que la ciudadanía para ejercer sus derechos necesita saber, comprender, interpretar y analizar críticamente qué pasó y qué consecuencias tuvo un determinado acontecer en la sociedad y en un tiempo equis, seguro que nos ocasionaría una situación problemática. Pues basar la defensa de los derechos de la ciudadanía en relación con sus conocimientos históricos exige más de un tute a las meninges. Y si ya de por sí la mayoría de la población ignora no solo la historia de su pueblo, qué no diremos de su magro conocimiento de la de su provincia, de su comunidad autónoma y la del país al que pertenece. Y si Preston, cuando habla de historia, incluye conocimientos de la ciencia, la filosofía, la arquitectura, la pintura y la literatura, entonces, la causa-efecto de dicha relación es una bomba de relojería que puede explotarnos en las narices en cualquier momento.

Tampoco puede olvidarse que los historiadores aplican a los hechos estudiados unos principios de selección, unos puntos de vista y de jerarquización motivados por razones de una objetividad nada histórica. Aplicándolos a unos hechos, ocurridos en tiempos de Viriato o de Zumalacárregui, obtendrán consecuencias nunca contrarias a su ideología actual. La historia ha sido así de complaciente con quienes la tratan como bolo de plastilina.

Según Preston, cuando ejercemos nuestros derechos ciudadanos lo hacemos gracias a unos conocimientos históricos. Y desaparecen cuando estos acontecimientos se ignoran. Unos hechos históricos que fueron fagocitados por un olvido perfectamente planificado o, en su defecto, manipulados o tergiversados, volviéndolos inservibles como fundamento de derechos.

Idéntica perplejidad produce el axioma que sostiene que «si se ignora la historia, estamos condenados a repetirla». Es bien sabido que, conocidas las enormidades perpetradas en guerras y en pestes cíclicas de nuestra civilización, las hemos ido repitiendo una y otra vez, bañándonos en su río de sangre cuantas veces han sido necesarias, según el mandato del Estado correspondiente. Lo decía el poeta A. González: «Nadie se mete dos veces en el mismo lío./ (Excepto los marxistas leninistas)».

La tesis de que no dependemos de ninguna categoría histórica pretérita para decidir lo que somos y lo que queremos ser en la actualidad es tan válida como su contraria. Que llevemos enquistada a la espalda una joroba de prejuicios que nos hemos trabajado merecidamente a lo largo de la vida no significa que estemos fatalmente determinados a ser esto o aquello. Basta con fijarse en la cantidad de intelectuales que, cuando jóvenes, fueron comunistas, trotskistas y anarquistas y, ahora, presumen de votar a Vox. Las posibilidades de convertirte en un majadero o en un santo están siempre disponibles.

Lo más extraño es que la ciencia jamás se haya presentado como una categoría que determinase nuestros destinos y nuestros derechos, tanto individuales como colectivos. Nadie relaciona ignorar en qué consiste la teoría de la gravedad de Newton con la pérdida de sus derechos fundamentales. ¿Alguien ha postulado alguna vez que nuestros derechos como ciudadanos dependan del conocimiento que tengamos de la física o química orgánica? En cambio, nuestros derechos ciudadanos se supeditan al conocimiento que tengamos de las guerras púnicas o de la batalla de Roncesvalles.

¿Es verdad que cuanta mayor sea nuestra ignorancia histórica, menor será la consistencia y fundamento en la defensa de nuestros derechos ciudadanos? En mi opinión, nuestros derechos como ciudadanos no dependen de lo que sepamos o dejemos de saber acerca de la batalla de Noain, de la Paccionada o de la impronta que dejó Zumalacárregui en el imaginario mental de los vascos.

Conocer la historia está muy bien, pero no basta. Hay estudiosos que conocen muy bien lo que sucedió en determinados hechos históricos y, sin embargo, defienden derechos de la ciudadanía totalmente contrapuestos. ¿Por qué? Porque no los derivan de ese conocimiento histórico a secas. Si fuera así, ¿habría tantas diferencias entre una y otra interpretación sobre un mismo hecho histórico?

Paradójicamente, es el revisionismo histórico actual quien mejor cuadraría con la tesis de Preston. Pues este revisionismo pretende difuminar, tergiversar y negar ciertos referentes políticos que fueron el norte y guía, cuando no el origen, de la defensa de muchos derechos de la ciudadanía presente. Tarea quirúrgica revisionista en la que están empeñados historiadores y jueces neofranquistas.

A qué viene, si no, negar que la apología del franquismo es un delito? Cuando dictan tal afirmación, ¿dónde quedan los derechos de una ciudadanía, cuyos abuelos y padres sufrieron ese franquismo, defendido por unos jueces como si fuera una ideología política sin más? Solo ignorando qué fue el franquismo o, peor aún, conociendo lo que fue, pero negando su esencia criminal, se puede cometer tal desafecto.

Un acto, como esa sentencia absolutoria del franquismo, sí merma el «derecho de la ciudadanía» a no ser agraviada y vilipendiada de modo tan alevoso.

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