Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Dignidad

Señor, Tú nos anunciaste que volverías de nuevo. Ojalá sea antes de las elecciones de este mes. A no ser que regresen por fin los bárbaros y se inicie la historia de un hombre nuevo que deje de ser una pura mercancía.

Si hay algo que delate con claridad el final de nuestra milenaria civilización –cada vez estoy más convencido de que los valores fundantes de la actual civilización están podridos– es el horizonte visible de indignidad que invade los cuatro puntos cardinales de tan gigantesca conmoción. Pero señalar el término indignidad como determinante –entre otros factores– de una conmoción de tal calibre exige una aclaración importante dada la vaporosidad de tal sustantivo. ¿Es adecuado hablar de dignidad o de indignidad cuando enumeremos las fuerzas determinantes de la mencionada conmoción social? ¿Posee este vocablo el relieve o la potencia de un valor moral que aprueba o invalida la estructura de convivencia actual? He buscado el término «dignidad» en el contenido de diversos textos especializados y he salido de sus páginas con las manos vacías respecto a su valor fundante. «Dignidad o indignidad» no son términos que afecten esencialmente al orden moral y por tanto no poseen mayor contenido que el estético para pronunciarnos con solidez en torno a los factores espirituales, culturales y sociales que sostienen nuestra actual existencia; nuestra civilización. Solamente hay una acepción de dignidad o indignidad que merece una cierta atención basada en la consideración, al menos epidérmica, de algo que irrita o atrae a la sociedad, pero sin mayores consecuencias que un aplauso o una descalificación de pasarela. La indignidad puede desequilibrar las urnas, pero no el Sistema. La dignidad es hoy un valor estético. Pero no cabe tampoco desestimar ese papel adjetivo en la crisis radical de la que hablamos. La indignidad tiene un rostro feo.

Vamos, por tanto, a examinar hoy el juicio de urgencia que merece el vocablo «dignidad» aún considerándolo en su valor epidérmico, en su eficacia de vuelo de la mariposa. Ya situándola en ese nivel secundario la indignidad contribuye a juzgar el panorama como desolador. Al menos la indignidad añade una impresión profundamente desagradable; de desagüe de un canal que nos conduce a una fuente letal.

Sin entrar en mayores consideraciones el mundo en que existimos late bajo una piel repugnante. Bajo esa piel indigna se supone la existencia de una sociedad despreciable; monstruosa. Es monstruosa en su voluntad moral, en su cotidianidad injusta, en su acaecer maligno. No hay en la actual civilización una sola cosa que pretenda sostener la higiene dialéctica o el equilibrio.

He estado varias jornadas siguiendo la vista de la causa que se sigue en el Tribunal Supremo contra los detenidos como consecuencia del llamado procés catalán. Un tribunal que preside un magistrado en el que he creído ver –insisto: he creído ver– ya la sentencia; poblado por mentalidades que manejan las afirmaciones acusatorias con ánimo bélico; trasmitidas por una prensa que en su parte más sustancial no oye para entender sino para constituirse en parte fuerte y partidista del diálogo social, que no aparece ni por asomo en parte alguna. Llego después a casa y asisto a la exhibición de un presidente norteamericano que amenaza al mundo con dar o quitar sin mayor riesgo que el del ladrón que dice su misa política asistido diabólicamente por monaguillos que salen de la cárcel para volver a ella dentro de un juego de pecado y santidad. Por la noche cierro los ojos malamente temiendo que me consideren ciudadano del mundo por hablar a medias del hambre de los bienaventurados que duermen en la puerta de un banco. A lo lejos me parece escuchar las crepitaciones del hundimiento de valores como la democracia y la libertad, que fueron prostituidas en la moneda marcada con el perfil del César. Y por la mañana pongo la radio para animarme a huir al trabajo, consuelo único de todos los hermanos. Todo es sucio, irracional, inseguro. Y al fin me voy a hacer la declaración de la renta, lo único que me demuestra cartesianamente que pago, luego existo. Por si acaso el rayo aun fulmina al árbol entro en la iglesia de mi barrio y rezo el himno a San Ambrosio que me garantiza «la flor de tu trigo, la alegría del óleo y la suave embriaguez de tu vino». Me acerco al pétreo cuenco del agua bendita, compruebo que no contiene plásticos, ni residuo alguno, mojo dos dedos y me santiguo. Señor, Tú nos anunciaste que volverías de nuevo. Ojalá sea antes de las elecciones de este mes. A no ser que regresen por fin los bárbaros y se inicie la historia de un hombre nuevo que deje de ser una pura mercancía.

Debiéramos convocar la última gran huelga, la de las urnas vacías. Y empezar a tremolar la bandera republicana en la calle. Necesitamos soberanía, que es algo que tiene mucho de oración. La soberanía es esa forma de igualdad entre los pueblos que desvanece las fronteras. A veces pienso que el destino nos ha reservado a los españoles la gran absolución que significa el discurso de la Edad de Oro que nos dejó el caballero Cervantes, que bajó a los infiernos para rescatar las tablas de la única constitución permanente: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos en que se ignoraban las palabras tuyo y mío». Pero como los españoles seguimos sin leer...

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