Julio Urdin Elizaga
Escritor

Ecumenismo tecnofílico

La centralidad del conocimiento como base de nuestras creencias tenidas como más progresistas tuvo una raigambre anterior a la Ilustración en el gnosticismo cristiano analizado en su día, entre otros, por Hans Jonas, siquiera siendo característica más relevante aquella relacionada con el «progreso infinito», puesto que en «la búsqueda así organizada [se] ha de ascender a través de la ciencia y del conocimiento general del ser, y su recompensa han de ser los conocimientos aproximativos que encuentre por el camino hacia el fin inalcanzable», puesto por este autor en relación con «la idea regulativa kantiana que como límite de la aproximación en un «progreso infinito permanece infinitamente previa a todo nivel alcanzado». Toda idea aceleracionista basada en el optimismo de la infinitud confía ciegamente asimismo en la inagotabilidad de riquezas de un mundo que habrá de estar, tarde o temprano, al alcance de nuestras manos. Aun tratándose del universo. Y cuando la realidad se empeña en llevarle la contraria, poniendo sobre la mesa la cuestión del límite de las cosas, se aferra a soteriológicas promesas de existencia de un edénico «más allá», al estilo de las realizadas por iniciativas empresariales del corte de aquellas llevadas a cabo por el ilusionismo visionario de un Elon Musk al asalto ahora de los recursos de la nación.

Convencimiento contestado desde la orilla opuesta, entre otros, por teóricos del decrecimiento como el economista Serge Latouche, y que Achille Mbembe, autor de La comunidad terrestre, corrobora reflexionando sobre el futuro de los habitantes de nuestro planeta cuando afirma el que: «por mucho que se pretenda que la aceleración tecnológica y el paso a una civilización computacional constituyen la nueva vía hacia la salvación, todo ocurre como si en verdad, la corta historia de la humanidad en la Tierra ya se hubiera consumido». Consecuencia, en este autor, derivada de la pérdida de fe en el devenir e interiorizada asunción de la inevitabilidad de un más bien cercano que lejano final, que algunos, tal vez, pudieran considerar muestra de un neo-milenarismo en curso.

Pese a la generalizada creencia basada en el criticismo positivo y negativo, existe, no obstante, una izquierda teórica que apuesta por ser algo más optimista frente al preconizado final. Originada a partir de una corriente que mana de las ideas defendidas en su día por Gilbert Simondon, discurre a través de los trabajos realizados por Bernard Stiegler, desembocando −por ahora, en mis lecturas− en los últimos del filósofo de la tecnología Yuk Hui. Lo que consigue evidenciar, frente a todo tipo de estereotipación, que lo mismo puede darse la existencia de una izquierda tecnofílica como la de una derecha tecnofóbica, y viceversa (y quién esté libre de pecado que arroje la primera piedra, en una civilización cuya visión paradigmática en modo alguno se puede permitir el lujo de prescindir de la misma, tal y como es apreciado por Serge Latouche en su obra "La Megamáquina").

Son los objetos técnicos, los que parecen condicionar la cotidianidad, tanto pública como privada de nuestras vidas, siendo aquellos que más producen alienación los que se encuentran destinados «a usuarios ignorantes», en la expresión al respecto de Gilbert Simondon. La ignorancia, en este sentido, se hace extensiva al lautoriano concepto del «cajanegrizar» que como se sabe consiste en ese proceso tan habitual de desconocimiento del mecanismo por el que las cosas que usamos funcionan hasta que por una causa u otra deja de hacerlo consiguiendo adoptemos irascible conciencia de ello. Siendo, por lo mismo que Simondon defendía la distinción entre la actividad técnica y el alienante trabajo, «en el hecho de que la actividad técnica no implica solo la utilización de la máquina, sino también cierto coeficiente de atención al funcionamiento técnico, mantenimiento, arreglo, mejora de la máquina, que prolonga la actividad de invención y construcción». Misión individual, prácticamente inasequible de aquí en adelante, dada la complicación generada por un exponencial progreso de complejidades técnicas que supuestamente habrá de facilitar el horizonte de dominio puesto a disposición de la inteligencia artificial y algorítmica automatización.

Sea como fuere, en la actualidad mayoritariamente somos incapaces de semejante visión, ya no solo sobre el objeto, sino del conjunto de su orden o cosmovisión. Y el utilitarismo de la sociedad de consumo en nada parece pueda ayudarnos a recuperarla, pese a la condición globalmente participada, cuasi-ecuménica, del fenómeno de su utilización.

Para su entendimiento, el filósofo de origen chino Yuk Hui trata de tender puentes entre las diferentes visiones que de la técnica tengamos según tendamos a contar con una tradición occidental u oriental. Y muestra la urgencia de disponer de una cosmotécnica como el noúmeno del fenómeno en que consiste esta nueva modalidad de dominio y control de la mente humana. Lo hace apoyándose en la superación del pensamiento al respecto de la «germanizada» Escuela de Kioto, con Nishitani al frente, coetáneo e interlocutor del pensamiento heideggeriano en Oriente, así como la del chino Mou Zongsan. Él mismo viene siendo buena muestra de ello, habiendo sido discípulo de Stiegler y compatibilizando su origen chino con el desempeño de sus labores en las universidades Bauhaus de Weimar y de Hong Kong. Más lo verdaderamente relevante de este autor tal vez pueda ser la sugerencia que nos hace de que «solo rastreando las distintas explicaciones acerca de la génesis de la tecnicidad podemos entender a qué nos referimos cuando hablamos de diferentes formas de vida y, por lo tanto, de diferentes relaciones con la técnica».

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