Javier Herran Gallego
Investigador de relaciones internacionales

EEUU en Oriente Medio: un Reflejo de su propia decadencia

Mucho se ha discutido en medios nacionales e internacionales acerca de las bombas sobre territorio iraní, la amenaza nuclear de la terrible República Islámica, el genocidio palestino y la progresiva decadencia del normativismo europeo, cuya ambigüedad frente a las atrocidades israelís resulta cada vez más difícil de disimular. Sin embargo, rara vez se aborda con cierta profundidad el proceso subyacente que conecta cada uno de estos fenómenos: la transformación del orden mundial contemporáneo y el declive irreversible de la Pax Americana, cuyo paradigma y directrices ha dinamizado las relaciones internacionales durante el último siglo.

Durante décadas, la política exterior estadounidense se ha desarrollado cuidadosamente sobre los pormenores del cálculo estratégico. Teoría de juegos, las tres etapas de la contención y la teoría de la disuasión son solo unos pocos de sus parámetros racionales del denominado Strategic Thinking. Ahora bien, en Oriente Medio, el clásico manual de sus códigos de conducta internacionales parece ciertamente agotado: ni su liderazgo logra galvanizar, ni sus evaluaciones y señales coordinan a sus mayores aliados regionales.

Vayamos al núcleo del asunto. La operación israelí “León Naciente”, ejecutada el 13 de junio de 2025 contra instalaciones militares iraníes (sin previa coordinación con el Departamento de Estado estadounidense), constituye un episodio particularmente revelador de esta nueva realidad. La significación geopolítica de este evento se intensifica al contextualizarlo dentro del marco de las negociaciones que la alta diplomacia estadounidense mantenía con sus homólogos iraníes. No obstante, resulta paradójico que fuera precisamente esta misma administración gubernamental la que, en mayo de 2018, había reventado unilateralmente este mismo acuerdo. ¿Cálculo estratégico? Desde luego, en la era trumpista, el acto de reflexionar detenidamente sobre cualquier materia de orden crítico pareciera un acto revolucionario que es castigado electoralmente: “primero actúa, piensa… nunca”.

En este marco, resulta enriquecedor incorporar un aspecto que rara vez se considera en el espacio mediático: el debate académico en torno a la cuestión nuclear iraní. Muchos quedarán sorprendidos cuando descubran que, si bien la postura de las administraciones occidentales es netamente contraria a que Irán desarrolle armamento nuclear, no son pocos los académicos de Estudios Estratégicos que problematizan esta cuestión. Sagan, Posen y, sobre todo, Kenneth Waltz, uno de los principales referentes del neorrealismo estructural, escribía en 2012: “el problema en Medio Oriente no es que Irán quiera una bomba, sino que Israel ya la tiene”. Desde esta perspectiva, basada en el equilibrio de poder, la disuasión nuclear entre potencias regionales reduciría las condiciones que conducen a un conflicto regional. Es decir, cabría preguntarse si Israel habría considerado tal operación militar en un escenario de paridad nuclear.

Pero, volvamos al corazón de este artículo. La operación militar se llevó a cabo - según la información disponible - sin notificación previa al gobierno estadounidense, situación que colocó a la administración Trump en una posición de evidente desconcierto y vulnerabilidad. Frente a este hecho, con la habitual displicencia que caracteriza a buena parte de la elite política en los últimos años, la Casa Blanca intentó minimizar el episodio, alegando que Irán aún no había tomado una decisión respecto al acuerdo en negociación y, en un gesto más propio de un niño de cinco años, advirtió que, si el gobierno iraní no aceptaba las condiciones, “lo lamentaría”.

Es en este preciso momento, es fundamental tratar de leer entre líneas. Más allá de esta fachada repleta de bravuconería, Estados Unidos mostró una debilidad que no hace tantos años difícilmente manifestaba: la pérdida de capacidad para ejercer un control efectivo sobre las acciones de Israel. Este incidente evidenció una clara divergencia en sus respectivos intereses que, paradójicamente, terminó por subordinar la política estadounidense a las decisiones unilaterales del gobierno de Netanyahu. Dicho de otro modo, lejos de su tradicional rol de actor supremo, capaz de controlar el comportamiento de sus marionetas, Estados Unidos se reveló incapaz de anticipar (más aún de prevenir) acciones por parte de aquellos actores que históricamente habían operado bajo su esfera de influencia.

Un hecho aún más revelador, casi shakespeariano diría yo, tendría lugar días más tarde. En un intento chapucero por reafirmar su poderío ante el mundo, Estados Unidos respondió con una combinación de ataques contra instalaciones iraníes vinculadas al programa de enriquecimiento de uranio. Los medios de comunicación, aceptando acríticamente los comunicados publicados, amplificaron el guion oficial: “Estados Unidos destruye el arsenal nuclear iraní”. Sin embargo, el acto más circense de esta escenografía lo revelaron las imágenes satelitales que fueron filtradas horas después: el material radioactivo había sido trasladado días atrás, sugiriendo la existencia de algún tipo de intercambio de información a través de canales de inteligencia entre Irán y Estados Unidos.

El tercer acto no se hizo esperar. Irán, rechazando su papel de villano derrotado, contraatacó a través de una irracional y exuberante decisión: una gran operación con misiles sobre la base estadounidense más importante de la región. Para sorpresa de muchos, en ese momento, llegó lo inesperado: un gran silencio. Sin duda, cada uno de estos operativos militares, cual tragicomedia, contrastaban con su limitado impacto, dejando al descubierto un controlado intercambio de golpes previamente acordado: ambos actores obtenían sus victorias mediáticas (en el ámbito doméstico) mientras reducían a través de su accionar subyacente una escalada que, si bien el descontrolado comportamiento de Israel había provocado, ni Irán ni mucho menos Estados Unidos deseaban.

Pero la función no terminó aquí. Mientras el gran circo seguía su espectáculo, un nuevo drama se desarrollaba en el frente israelí-iraní. Varios misiles iraníes penetraron los archiconocidos (casi legendarios) sistemas de defensa israelíes e impactaron en las proximidades de su capital, afectando infraestructura energética y zonas del aeropuerto internacional Ben-Gurión (poco se ha dicho que fue cerrado durante horas). Las autoridades israelíes, cual actores interpretando un guion perfectamente trabajado, salieron rápidamente a aquel escenario que controlan a la perfección, el tablero mediático: “Daños limitados”, “situación controlada”. Pero tras el telón, la realidad era otra. Por primera vez en décadas, el miedo a la guerra traspasaba la retórica política para colarse de lleno en los hogares israelíes. La ilusión de invulnerabilidad se volvía intranquilidad y el miedo a las consecuencias de una guerra con una potencia de calibre mayor se volvía ciertamente tangible.

En este contexto, ante el creciente riesgo de una guerra de desgaste de crecientes e impredecibles implicaciones para su seguridad nacional (y la legitimidad política interna de Netanyahu), el gobierno israelí inició discretamente gestiones para negociar un alto el fuego con Irán a través de la diplomacia estadounidense. A estas alturas de la película, para sorpresa de nadie, Estados Unidos, superpotencia hegemónica, de nuevo, se subordinaría a los pedidos de su aliado para avalar este repliegue estratégico. Todo esto, por supuesto, en nombre del famoso Making America Great Again, si bien la evidencia se empeña en demostrar una y otra vez que es un eslogan malamente empleado para decorar, minimizar y disimular una progresiva retirada internacional.

En los créditos finales de esta película, incluso las más recientes iniciativas estadounidenses, tales como la promoción del incremento del gasto militar al 5 % y los populares aranceles, parecen responder más a una lógica de performance mediática que de estrategia sustantiva. En ese tira y afloja, el mensaje y sus dinámicas son cada vez más simplonas: si los aliados europeos deciden alinearse, bien; si no, entonces se activará la retórica de castigo y unilateralismo. Mecanismos de extorsión que expresan un creciente declive disfrazado de arrogancia y una impotencia vestida de amenaza, pero profundamente lejano de lo que un día fue el ejercicio de liderazgo real, efectivo y estratégico. En definitiva, la pregunta parece casi inevitable: con Estados Unidos reducido a un actor secundario en su propio teatro, aquel llamado geopolítica, ¿tomará Europa el relevo como mediador creíble, o su irrelevancia política se ha vuelto ya irreversible?

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