Alfonso Aranburu Suárez

Ejército y coronavirus

No debemos perder de vista que los auténticos combatientes, quienes se juegan la vida en la pelea no llevan condecoraciones, ni uniformes militares. Visten de blanco, (por cierto, uno de los símbolos de la paz) mascarillas, curan, limpian, cuidan; sus armas son la tenacidad, los fármacos y los equipamientos sanitarios. Sus máquinas tratan de salvar vidas, no de quitarlas.

Asistimos estos días a una presencia pública y mediática de lo militar sin precedentes. Ruedas de prensa diarias en las que nada menos que tres generales dan un parte diario de guerra junto a un científico y una ministra. Dada la naturaleza del asunto que nos ocupa se me antoja que en esas comparecencias diarias sobran al menos los tres uniformados.

Quienes tienen que dirigir esta lucha contra el soldadito invisible que nos ha puesto patas arriba son quienes están condecorados por la ciencia y el conocimiento médico. Los militares se han equivocado de guerra. La suya –que no la nuestra– es la que consiste en eliminar vidas humanas con máquinas y equipamientos de matar. Ese es el fin de cualquier ejército.

Afortunadamente nuestra generación no ha conocido en propia carne la experiencia de una guerra convencional. Nos consolamos contemplando a distancia guerras auténticas, muchas de las cuales se desarrollan con armas fabricadas en nuestro país vendidas al mejor postor, en una dinámica maldita en la que primero se desestabilizan países y a continuación se envían «Fuerzas de Paz» por los mismos que nutren los conflictos armados.

Financiamos mediante nuestros impuestos una cara institución con equipamientos y gasto millonario de dudosa utilidad práctica en caso de conflagración con un agente exterior, pero que por el contrario podría ser muy eficaz contra un enemigo interior. Por ejemplo cualquier forma de disidencia civil organizada políticamente que pudiera transformar el actual y perpetuado status quo.

No estamos en tiempo ni situación de ponernos estupendos cuando toda la ayuda y cooperación son más necesarias que nunca. Emplear a la UME –Unidad Militar de Emergencias, creada por el gobierno de Zapatero en 2003– para extinguir incendios, desinfectar o para lo que haga falta bienvenido sea. Después de todo lo pagamos con un estratosférico coste económico. No debería recibirse como algo excepcional que se dirijan efectivos y maquinaria militar allí donde puedan actuar con eficacia para ayudar. La desorbitada cifra de mantenimiento de un aparato militar mayormente inactivo bien merece, cuando menos de vez en cuando, un retorno hacia la población en forma de servicios útiles que contribuyan al bienestar de la gente. No se juegan la vida pero ayudan en este caso a las tareas de desinfección. Menos es nada. Aunque les sobre ese camuflaje que recuerda a la guerra de Yugoslavia.

Pero no debemos perder de vista que los auténticos combatientes, quienes se juegan la vida en la pelea no llevan condecoraciones, ni uniformes militares. Visten de blanco, (por cierto, uno de los símbolos de la paz) mascarillas, curan, limpian, cuidan; sus armas son la tenacidad, los fármacos y los equipamientos sanitarios. Sus máquinas tratan de salvar vidas, no de quitarlas.

Hemos visto a legionarios hieráticos ante filas de ciudadanos que hacían cola para comprar en un mercado «en misión presencial» según sus palabras. Ante tal aseveración en un tiempo como este resulta inevitable preguntarse qué misión es esa, en qué consiste, para qué nos sirve. Con la ciudadanía recluida para evitar contagios resulta difícil de comprender qué hace el ejército en la calle, para qué están los que no se mueven, quietos frente a la gente, los que ¿patrullan? por las carreteras, los visiblemente condecorados en los partes informativos diarios de la epidemia...

Algunos dicen que dan seguridad. Francamente ante esta pandemia la única seguridad pueden darla quienes nos cuidan desde la sanidad y su sistema público. El ejército no pinta nada en esta historia. No se puede matar este virus a cañonazos. Como tampoco se puede encontrar sentido y visibilidad de una institución obsoleta de dudosa utilidad, a base de buscar su porción de protagonismo en un asunto que no les compete. Salvo la UME si actúa sobre áreas y lugares concretos para ayudar en unas tareas que no tienen que dirigir, sino que tienen que ser dirigidos por los que saben, el resto del ejército lo mejor que puede hacer es permanecer recluido en los cuarteles, al igual que el resto de la ciudadanía.

Y si realmente desean participar de forma útil, pueden hacerlo poniéndose a disposición de las autoridades sanitarias todos los recursos, personal y equipamiento militar, que puedan ser susceptibles de ser utilizado para atajar la pandemia.

Médicos y enfermeros, hospitales, habilitar espacios en cuarteles y gobiernos militares, esos edificios semivacíos que pueden ser equipados para atender a enfermos en transición hacia su curación, cuarteles de policía sin utilización alguna para albergar a quienes lo precisen…Carísimos equipamientos que llevamos pagando religiosamente cada año, y que están infrautilizados. Ponerlos al servicio de la sociedad que los mantiene sería un aporte inteligente y práctico. Civilizar recursos militares (convertirlo en uso civil), aunque sea por cortos espacios de tiempos. La tropa o parte de ella podría ser formada para ejercer tareas auxiliares en los hospitales y como refuerzo del personal sanitario (limpiadores, celadores, telefonistas, auxiliares).

Esta reconceptualización funcional en actividades orientadas a defender a la gente más que al país o al estado, a salvar vidas concretas más que a reforzar conceptos patrios, introduciría un sentido de utilidad práctica nada desdeñable en tiempos de crisis: Extinguir incendios, desinfectar espacios públicos y centros, curar, cuidar a la ciudadanía y la naturaleza, reforzar los recursos y servicios públicos, etc. No necesitamos refuerzos policiales ni más gente armada por las calles. Ya hay suficientes cuerpos de policía (local, autonómica, nacional, Guardia Civil) para controlar a la gente y aplicar procedimientos. No deja de resultar curioso contemplar a agentes de diferentes cuerpos acercándose, cuadrándose, y estrechando sus manos como expresión de mutuo reconocimiento, cuando esos mismos agentes tienen estos días orden de reprimir esa misma muestra en la calle si es ejercida por la ciudadanía. Son actos que inconscientemente reproducen códigos y rituales militares que probablemente no vengan a cuento en estos tiempos y circunstancias. Todas queremos reconocernos besarnos abrazarnos y darnos la mano. Pero nos han dicho que no se puede. Y esto vale para todos, uniformados o no.

Muchas nos sorprendemos (espero que cada día seamos más) de la exhibición de panoplia militar desfilando para mostrar quién tiene el misil más grande. Un curioso acontecimiento que se desarrolla anualmente en muchos países incluido el nuestro. Tanto los que desfilan a paso marcial como los que contemplan engalanados desde una tribuna resultan cada vez más anacrónicos, pero parecen no darse cuenta.

El soldadito microscópico (tal vez liberado de un laboratorio con fines militares en alguna parte del mundo) nos interpela profundamente respecto a nuestra forma de vida y los valores que la fundamentan. Nos revela los términos en que se desarrollarán las guerras modernas. Las armas biológicas de «destrucción masiva» que invocaban los sátrapas del «mundo libre» para justificar la guerra del golfo, convierte en inoperante cualquier ejército al uso. Recurrir a discursos patrióticos, introducir la lógica (ilógica) militar y sus conceptos aglutinadores en una situación como la actual solo consigue evidenciar lo lejos que estamos de comprender lo que realmente está sucediendo. Es, me van a perdonar, el bálsamo de los tontos para los tontos. Tardaremos mucho en superar la fascinación por lo militar culturalmente adquirida en términos de respeto admiración y protección, para idealizar el papel del ejército, ocultando, o peor aún, trivializando su auténtica función en una especie de infantilismo colectivo que transfiere lenguajes actitudes terminología conceptos y poses castrenses a la vida política y civil en situaciones de crisis. No somos (ni queremos) ser soldados combatiendo. Somos y queremos ser ciudadan@s solidarias ejerciendo el apoyo mutuo y el buen hacer profesional, con los medios suficientes que la sociedad ponga en nuestras manos para generar bienestar cuidados y protección a la ciudadanía.

Por otra parte debemos estar muy atentas a las consecuencias de este ejercicio de control obediencia y disciplina sobre toda la población en esta situación extrema. A las tentaciones que pudieran presentarse en el futuro desde el poder político o del estado para dominar y controlar a una ciudadanía a la que asustar con cualquier motivo. Desde luego lo que nos está pasando no tiene precio como ensayo antropológico y social. También como advertencia de cómo podríamos ser manipulados y conducidos en el futuro desde el poder.

Menos panoplia militar y más mascarillas. Menos tanques y más respiradores. Menos generales y más médicas. Menos aviones de combate y más investigadoras.

Las decenas de miles de millones de euros de gasto militar anual no revierten en la gente. No ayudan. No protegen. Ya va siendo hora de que nos pongamos más prácticos con este asunto. Y más con la que se nos viene encima.

A estas alturas de la película no estamos para ofender a nadie ni para ponerse estupendos. Nada más lejos de la intención de estas reflexiones.

Pero me van a perdonar la retranca antimilitarista. No puedo evitarla.

Search