Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

El camino de regreso

Veo viajes cancelados. Planes aplazados. Gente que iba a encontrarse y ya no se encontrará. Gente que quería esperarnos en la puerta de llegada del aeropuerto y ya no lo hará.

Dejo atrás la cinta de maletas del aeropuerto de Bilbao y al cruzar la puerta de salida veo una hilera desordenada de gente que espera a otros viajeros. La escena me resulta familiar. Cambian las caras y los atuendos pero la situación se repite en todas las épocas del año y en todos los aeropuertos del mundo. He visto tantas veces esas expresiones de dicha o de impaciencia que se me hacen conocidas y algunas veces incluso tengo la ilusión de que es a mí a quien aguardan. A menudo, al pasar delante de ellos, imagino fugazmente cómo son sus vidas. Les adjudico una historia. Un pasado y un futuro. Una razón poderosa para que hayan decidido acudir al aeropuerto y simplemente pararse a esperar.

Entre ellos, hay una raza superior de esperadores. Son chóferes, relaciones públicas, acompañantes o diplomáticos. Los reconozco porque no saben muy bien a quién esperan. Los esperadores profesionales imprimen el nombre de los esperados en un folio que sostienen entre las manos igual que discretos manifestantes. Aunque en realidad ya nadie imprime nada. Se instalan en la puerta de salida y muestran las pantallas de sus tablets, donde pueden leerse apellidos luminosos e internacionales. Ni sé cuántas veces he fantaseado con plantarme delante de alguno de ellos, darle un abrazo y decirle que soy yo Mr. Smith, pleased to meet you, acompañarlo a su vehículo y seguirle el juego, hacerle preguntas genéricas para tratar de adivinar qué identidad estoy usurpando, estirar el chicle hasta que se descubra el pastel mientras el auténtico Mr. Smith se desespera bajo la lluvia porque nadie ha acudido a recibirlo.

En los aeropuertos hay abrazos a cámara lenta de parejas que se reencuentran, de madres que besan a sus hijos, de hermanos que se estrechan contra sus hermanas y se dan un vistazo rápido de arriba a abajo, estás igual, tú nunca cambias. Una vez, en una puerta de embarque del aeropuerto de Barajas, me quedé embobado mirando a dos mujeres que se despedían entre sollozos con un abrazo tan largo y adhesivo que parecía imposible separarlas. Mi amigo Xavi me dijo que siempre era así. «En los vuelos a Bogotá siempre es así». Me he acostumbrado a los desplazamientos rutinarios o vacacionales pero hay familias separadas por un océano, separadas a veces por alambradas administrativas. Hay personas que casi nunca ven a sus seres queridos porque no pueden permitírselo. Y cuando al fin tienen la ocasión de encontrarse, de olerse, de tocarse, ya no se quieren separar. Las despedidas en los vuelos a Bogotá son una puñalada en el corazón.

Hace muchos años conocí en Bilbao a un hombre que había huido de Sierra Leona. Se hacía llamar John o Jon, era larguirucho y tenía unas rastas formidables que le caían en cascada por la espalda. Me decía: «Euskal Herria y África, hermanas». Yo tenía la sensación de haberme topado con el mismísimo Bob Marley, con un gurú, con un profeta. Me habló de la guerra. Por eso no volvía a su país. Por la guerra. Se carteaba, eso sí, con su familia. Su madre le contaba por escrito qué tal les iba pero nunca daba noticia de la gente que moría o que mataban a su alrededor. Cuando dejaba de hablar de alguien en las cartas, John o Jon sabía por qué motivo era. Por qué iba a ser si no. Así funciona Sierra Leona.

En un libro titulado "Palabras huérfanas", Verónica Sierra nos invita a fisgonear en la correspondencia de nuestros niños de la guerra, aquellas criaturas que allá por 1937 y 1938 abandonaron sus hogares y surcaron el mar para ponerse a salvo de los bombardeos fascistas. Muchos de ellos salieron en buque desde el puerto de Santurtzi camino de Inglaterra, de Francia o de la Unión Soviética. Unos atracaron en Southampton. Otros en Burdeos. Otros en Leningrado. Desde sus destinos de acogida, los pequeños refugiados remitieron cartas apasionadas que no llegaban a su destino porque las autoridades franquistas se apoderaban de ellas para utilizarlas como prueba acusatoria contra los familiares. Algunos de aquellos niños tardaron veinte años en regresar. Otros nunca volvieron.

Me pregunto qué se siente al retornar de una ausencia tan prolongada. Me lo he preguntado desde que conocí la historia de Alfonso Etxegarai, que cuenta en "La muga" su largo camino de vuelta a casa después de 33 años deportado. El represaliado que regresa ya no es el mismo que se marchó. Contaba Jon Juaristi que el poeta Orixe defraudó a sus más devotos admiradores porque cuando tornó del exilio en 1954 había perdido el hábito de hablar en euskera. Lo entendía y lo escribía, claro está, pero respondía en castellano. Así lo comprobaron Gabriel Aresti y Gabi del Moral cuando fueron a recibirlo al puerto de Bilbao. Aquella mutación también debió de espantar a Txillardegi.

Camino por el vestíbulo del aeropuerto de Bilbao y compruebo que en las redes sociales se han multiplicado las fotografías de test de antígenos, esa lotería caprichosa que está causando más estragos de los que estábamos dispuestos a prever. Positivo o negativo. Cara o cruz. Navidades en familia o encierro preventivo en el aislamiento de una habitación. Por no hablar de los ingresos hospitalarios. Veo viajes cancelados. Planes aplazados. Gente que iba a encontrarse y ya no se encontrará. Gente que quería esperarnos en la puerta de llegada del aeropuerto y ya no lo hará.

Ahora pienso en todas esas personas que quisieran volver pero no pueden. Que harían todo lo que estuviera en sus manos por encontrarse una vez más en el calor hospitalario de la cena familiar, en la camaradería de las vecinas, de los compañeros. Que sueñan con bajarse de un avión, dejar atrás la cinta de maletas y darse de bruces con una sonrisa acogedora que les dé la bienvenida. Sabed que desde el pequeño rincón de estas palabras yo también os espero.

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