Iñaki Egaña
Historiador

El coste de la amnistía

A cuenta de la amnistía para quienes fueron protagonistas del referéndum catalán de 2017, hemos asistido a un bombardeo incesante de la eufemísticamente conocida como Brunete Mediática, expresión que esconde a la banca, Iglesia, monarquía y Ejército, los pilares de la España uniforme. Hay una deriva que recupera para la actualidad el derecho natural, la ocupación de territorios por un interés supremo, el de la patria salvadora. El que reivindica para sí la España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María, que diría Machado.

Así, cualquier contestación a esa unidad o al régimen que la hace posible es considerada como un ataque directo a la naturaleza del proyecto España. Por ello, el 1-O catalán fue una afrenta, enlatada en conceptos como sedición y terrorismo. En consecuencia, reivindicar, solicitar y, por supuesto, alcanzar la amnistía es una cuestión subversiva, susceptible de convertirse en el centro de hostilidades.

No pretendo dar consejos, siquiera lecciones. Quiero intentar, por el contrario, refrescar esa memoria que nos hace humanos, esa memoria que, con el paso del tiempo, parece convertirse, para Frascuelo, en una memoria vaciada, olvidada, pesada y quemada, como expresaba Eduardo Galeano.

Tiene su gracia el hecho de que, en 1977, cuando se debatía el proyecto de Ley de Amnistía que finalmente vería la luz en octubre de ese año, las posiciones de la derecha eran exactamente las mismas que está proyectando en 2023. Su portavoz (bajo las siglas de Alianza Popular, refundada en el actual PP) era entonces Antonio Carro Martínez. Su discurso fue explícito: «El Grupo Parlamentario que me honro en representar no puede avalar con su voto positivo el proyecto de ley de amnistía, porque una democracia responsable no puede estar amnistiando continuamente a sus propios destructores». ¿A qué democracia se refería Carro Martínez, portador de la Orden Imperial del Yugo y las Flechas (emblema de Falange) y ministro de la Presidencia del dictador Franco?

Entre quienes manifestaron su enfado públicamente por la concesión de la amnistía y, en su caso, por la legalización de la ikurriña, franquistas de pro, como Juan María Araluce Villar, consejero del reino, diputado a Cortes y presidente de la Diputación de Gipuzkoa (si este artículo fuera un libro se podría añadir a pie de página que su hija Maite es presidenta de la AVT). En el lado contrario, sacerdotes, asociaciones de vecinos, grupos culturales, deportistas, ayuntamientos, miembros de Euskaltzaindia y un largo etcétera que llegaron a enviar una carta al ya rey Juan Carlos en la que solicitaban la amnistía total para los presos vascos. En dicho documento, cuya primera firma correspondía a la del antropólogo Joxemiel Barandiaran, los firmantes aludían a la tortura en los interrogatorios, al aumento de detenciones, a la proliferación de acciones de las bandas parapoliciales, y al recrudecimiento de la represión en general.

Xabier Larena, procesado en Burgos en 1970, fue uno de los últimos en abandonar el presidio y dio en el clavo, en su recibimiento en Santurtzi, con una idea que sobrevoló entre los movilizados: «habéis derrotado al fascismo armado, pero la amnistía arrancada es muy corta. No ha llegado a los presos sociales, ni ha abarcado a los delitos de la mujer y muchos obreros no han podido volver a sus puestos de trabajo».

En Euskal Herria, la reivindicación de la amnistía provocó uno de los periodos más violentos de nuestra historia cercana, azuzados por esos poderes visibles de la España inmortal. Una represión que afectó a toda la sociedad vasca que se vio mancillada, apaleada, torturada, encarcelada, ilegalizada y saturada por el odio a cualquier expresión relacionada con la amnistía. Incluso cerca de un año después del decreto de octubre, la Policía disolvió a los asistentes a la Plaza de Toros de Iruñea con la excusa de retirar una pancarta a favor de la amnistía, en plenos sanfermines. Mataron a Germán Rodríguez en la capital navarra y a Joseba Barandiaran en Donostia.

La lista de agravios es interminable: apaleamiento, detención y tortura a menores de edad; entrada con botes de humo a recintos supuestamente sagrados para desalojar a los congregados; atentados parapoliciales (en especial contra fundadores de las Gestoras pro Amnistía); asalto a fiestas donde se reivindicó la amnistía, como en Zarautz, donde decenas de niños y ancianos fueron asistidos en centros sanitarios. ¿Cuántos jóvenes se tuvieron que tragar las pegatinas que llevaban al ser parados en controles? ¿Cuál fue el importe total de las multas que tuvieron que pagar los manifestantes? ¿Cuántos torturados por reivindicar la amnistía? Quien no vivió aquellos años no puede siquiera imaginar la saña con la que se emplearon las fuerzas policiales, amparadas por la impunidad y jaleadas por los medios de comunicación.

A José Luis Cano, manifestante por la amnistía en Iruñea, le persiguieron los agentes hasta el bar donde se refugió, lo apalearon y ya en el suelo, le descerrajaron un tiro en la cabeza. Aun después de muerto, su cadáver fue golpeado. En Santurtzi, «incontrolados» guardias civiles mataron a Normi Mentxaka. En Donostia, José Miguel Sarasola Lizarralde sufrió un infarto mortal al recibir a la Policía. Luis Santamaría, 72 años, murió de un infarto después que un policía le disparó una pelota de goma cuando se encontraba asomado en su balcón.

A Gregorio Maritxalar lo mató con una bala explosiva un francotirador de la Guardia Civil. A Rafael Gómez Jauregi, 78 años recibió el impacto de una ráfaga de metralleta disparada también por la Guardia Civil cuando asistía en Errenteria a una asamblea informativa. Francisco Javier Nuñez, José Luis Aristizabal, Isidro Susperregi, Manuel Fuentes, Juan Manuel Iglesias… Tras tres indultos y una amnistía, los presos políticos vascos salieron a la calle. Con un coste humano enorme. Valió la pena, con el recuerdo añadido a los que la hicieron posible.

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