Iñaki Egaña
Historiador

El dinosaurio estaba allí

En "El mundo de Guermantes", una de las siete partes del monumental libro "En busca del tiempo perdido", de Marcel Proust, el protagonista quiere formar parte de una familia aristocrática ilustre. Tras ser rechazado por su condición y pasado, con el transcurrir del tiempo, el alter ego del autor finalmente es invitado al círculo de los Guermantes.

Decía Mark Twain que «comparison is the death of joy», algo así como que la comparación es la muerte de la alegría. Pero no he podido más que sustraerme a confrontar personalidades, porque el personaje en cuestión está falto precisamente de esa alegría que citaba Twain. Una celebridad que siempre evitó ser un figurante más. Crispado, tenso, encolerizado incluso con los que no comulgan con su estrecho margen de opinión, la que representa a los más altos valores de la naturaleza hispana y, por extensión, a los pilares de ese Estado español del que se ha hecho portavoz. Cabecilla de una de las Españas que, como diría Antonio Machado, te hiela el corazón.

Me refiero a Felipe González, que, por derecho propio, hace años que figura entre los elegidos de los Guermantes. Aquel joven sevillano de familia bien avenida económicamente, afiliado a las juventudes de Acción Católica y luego encumbrado a las esferas dirigentes del PSOE, llegó hasta la cima, con la presidencia del Gobierno español, donde ejerció durante 14 años, hasta 1996.

El año que viene se conmemorarán los fastos de aquel congreso de Suresnes, en la periferia de París, donde el PSOE, el partido que había sido masacrado en la guerra civil por Franco, dicen que con la ayuda del antecesor del CNI, la socialdemocracia alemana de Willy Brandt y el Departamento de Estado norteamericano, dio un giro radical a su posición. El encargado fue el Felipe González citado, entonces un joven de 32 años que se hacía llamar Isidoro.

Algunos de los nuevos líderes llegaron sorprendentemente a París con el pasaporte en regla, abandonando las vías tradicionales de acogida antes de la muga. Una célula histórica donostiarra les daba habitual y clandestinamente hospitalidad en el domicilio de Imanol U., en la calle de la Salud, antiguo recodo de lupanares durante el primer franquismo. Era un buen refugio. Pero el PSOE histórico de Rodolfo Llopis, presidente de la República en el exilio y que las venía venir, había abierto una fractura en el PSOE. Los jóvenes que delegaban en Felipe González iban a renunciar al pasado y, entre multitud de novedades, entre ellas las del abandono de sus compañeros desechados en cunetas, abrazarían a la monarquía borbónica, convirtiéndose en sus principales valedores, y, años después, entraron por la puerta grande en esa máquina engrasada para matar que era la OTAN. El desasosiego de Imanol fue tan grande que, no sé si por despecho o por convicción, acabó votando a Herri Batasuna.

Con el conflicto vasco-español, Felipe González echó más leña al fuego, avivándolo hasta límites inesperados. Durante su mandato, renovó y animó a la cúpula policial y militar franquista, entrenada a imagen y semejanza de las antiguas bandas de Himmler, multiplicó el uso de la tortura en los calabozos, y dio cobertura a esa estructura tricefálica que fueron los GAL, diseñada para acabar con los independentistas vascos. Incluso con los estatutistas mostró su naturaleza, bloqueando las transferencias para aquel Estatuto de Autonomía (ley orgánica aprobada en 1979).

Todos los indicios, incluso los de la CIA tras la desclasificación de documentos propios en 2020, proponían que aquel «Señor X», punta del iceberg de los GAL, era Felipe González, pero esa judicatura que, a pesar de su posicionamiento ultra, había apoyado su Ejecutivo, jamás siquiera le investigó. Qué esperar de esos magistrados de la Audiencia Nacional que llevan años sin averiguar quién es el dichoso «M. Rajoy» de los «papeles de Bárcenas» (la caja B del PP).

Felipe González, que llegó al poder tras el desmembramiento de la derecha española y sus siglas de UCD y AP, y el miedo a un retorno al franquismo tras el golpe de Estado del general Armada en 1981, abandonó su sillón en el Palacio de la Moncloa en 1996. Desde entonces ha cobrado una pensión acumulada de dos millones de euros. Hace unos años, percibía 40.000 euros por conferencia y, un año después de la creación de los GAL, recibía del Ejército la Gran Cruz de la Orden del Mérito Militar. Fue consejero de Gas Fenosa, en la época que el mexicano Carlos Slim, entonces el hombre más rico del planeta, lo convirtió en asesor personal. González era parte ya del mundo de Guermantes. Su mansión cacereña de 80 campos de futbol y 600 metros cuadrados de vivienda, confirma su posición. Un miembro destacado de la «Rich people», bon vivant a sus 81 años.

A pesar de su patrimonio, el supuesto Señor X continúa dando lecciones a sus sucesores y a toda la sociedad en general. Haciéndose portavoz de esa Rich people acaba de pronunciar una conferencia (desconozco su caché actual) en la que ha llamado «perdedor» y «disidente» al actual presidente en funciones de España, por cierto, actual secretario general del PSOE. Los exabruptos de González nos son muy familiares desde 1982. No me sorprenden.

Cuando en 2012 el PRI ganó las presidenciales en México, la oposición de izquierdas acuñó el término de «El retorno de los dinosaurios». Las declaraciones de Felipe González y su fiel escudero Alfonso Guerra, haciendo de portavoces de la empresarial CEOE, del Estado Mayor del Ejército y del think tank FAES, han recuperado la expresión. Han vuelto los dinosaurios. No creo, sin embargo, que sea apropiada.

¿Por qué? Tradicionalmente, los paleontólogos suponían que las aves provenían de los reptiles. Hoy, la biología nos ha demostrado que estaban errados. Las aves son dinosaurios vivos, con la misma estructura, pero con formas diversas. O sea que nunca se fueron. Como escribió en un breve cuento Augusto Monterroso, «cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Una metáfora de la España de hoy.

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