Iñaki Egaña
Historiador

El dinosaurio sigue aquí

Los indicadores planetarios nos indican que hay una tendencia ascendente en contra de la disparidad, que se refleja en ataques contra las diferencias en cuestiones de género, comunidad, religión, pigmentación cutánea, cultura, etc. La mayoría de reflexiones achacan esta cuestión al ascenso de la ultraderecha en múltiples entornos (supuestamente principal valedora de la uniformidad y de las tesis supremacistas que avalan la existencia del «Gran Reemplazo»), a la impunidad en las redes sociales y a la banalización de la violencia en función del escenario. Es notorio que la vida humana no tiene el mismo valor en unos lugares que en otros. Los territorios donde apenas cotiza, y Gaza ha sido un ejemplo mayúsculo (con los anexos actuales de Congo, Siria, Sudán, Líbano, Nigeria o Yemen), han sido denominados con la expresión «tierras de sangre». Invisibilizadas a pesar del acopio de información instantáneo que nos salpica Internet, las noticias desaparecen antes de llegar a la orilla. Escribía Peter Harling que «las tierras de sangre son esos espacios donde rigen reglas distintas, donde la vida humana no tiene el mismo precio que en otras partes».

Las diversas reflexiones sobre esta tendencia anclan sus análisis en un repunte del nazismo/fascismo, en unos casos, o en la expansión del autoritarismo impulsado por las políticas securitarias tras los atentados del 11S en 2001, en otros. Aquel «derecho a la defensa» que auspició Naciones Unidas ya hace décadas, ha sido prostituido y utilizado por Israel, EEUU, Unión Europea y otras potencias occidentales como «justificación» a políticas genocidas y de limpieza étnica. En todos los casos, encubren una idea que nos acompaña desde hace siglos. La de una civilización superior, cuestión que en realidad, está unida a otro concepto, el de la hegemonía del más fuerte. De ahí la escalada armamentística. Quien tenga más poderío militar impone no solo la conquista del territorio, sino también la supremacía ideológica, económica, política y cultural.

Por eso, la razón de la expansión de un modelo excluyente y uniforme no hay que buscarla en el éxito de las élites actuales (tecnológicas y/o económicas), sino más bien en la continuidad de un modelo que trastocó profundamente a la humanidad, el colonialismo. Porque debemos recordar que esas élites tienen también su colchón social y electoral (EEUU, Italia, Argentina, India... como máximos exponentes coyunturales). Trump refería que los «migrantes se están comiendo a los perros», Milei señalaba que los pensionistas «son unos hijos de puta», Aznar «el matrimonio entre homosexuales ofende a la población» o aquella acepción de la Real Academia de la Lengua Española sobre el euskara: «aquello que está tan confuso y oscuro que no se puede entender».

El colonialismo contaminó, corrompió y también colonizó nuestras mentes de forma brutal. De los 193 Estados reconocidos hoy por Naciones Unidas, 98 fueron, en parte o en su totalidad, territorios colonizados y conquistados por España o Francia. No hemos sido capaces de modificar su influencia, lo que ha provocado un caldo de cultivo preciso para que en esta segunda mitad del siglo XXI siga tan vigente como hace siglos. Es cierto que sus efectos han sido motivo de debate entre las élites intelectuales y que, desde algunas posiciones de izquierda, se despecha a otro sujeto revolucionario que no sea el proletariado. Marginando de su protagonismo a los nuevos actores políticos surgidos de las luchas populares, indígenas, parias, militantes feministas, LGTB, ecologistas, nacionalista revolucionarios... y echando en cara, en ocasiones, que esa diversidad es, precisamente, causa de los ascensos supremacistas al no identificar correctamente el sujeto emancipador.

El colonialismo, sin embargo, sigue aquí, como el dinosaurio del breve cuento de Augusto Monterroso. Impulsado históricamente, con excepciones, por derechas e izquierdas de todo tipo. Los sucesos y actitudes coloniales han llegado hasta nuestros días y las expediciones de conquista y razias colectivas todavía están presentes porque, a nada que abramos las páginas de los diarios, una verdad nos golpea cotidianamente: el planeta se halla colmado de subalternos. Y el colonialismo fue la mayor tragedia, el mayor cataclismo que ha conocido la humanidad. Hoy, todo nuestro acervo planetario se balancea en esas coordenadas, aunque impulsemos ciertos detalles de diversidad planetaria. Seguimos siendo eurocéntricos y nuestro punto de partida fue, precisamente, el expolio del otro. Nuestra arrogancia es incluso artística, como si el románico, gótico, barroco, abstracto, cubista, hayan sido los cúlmenes de la especificad humana.

El filósofo mexicano Enrique Dussel apuntó algunas consideraciones sobre este despliegue político europeo. Consideraciones que siguen teniendo validez. Europa es notablemente superior. Esta superioridad exige el encauzamiento de los más primitivos como exigencia moral. La mayoría de estos procesos de «culturalización» obtuvieron una respuesta negativa de las comunidades receptoras, fruto de su «atraso intelectual». Lo que exigió, inevitablemente, el uso de la violencia. La que fue llamada guerra justa: «Esta dominación produce víctimas, violencia que es interpretada como un acto inevitable el holocausto de las víctimas (el indio colonizado, el esclavo africano, la mujer, la destrucción ecológica de la tierra...) es justificado en su carácter de sacrificio salvador por el héroe civilizador». Parece como si estuviéramos leyendo a Netanyahu.

Patrice Lumumba, padre político de la República Democrática del Congo (RDC), fue muerto en 1961, con el apoyo de Bélgica por su visión anticolonialista. Hoy, la RDC sufre una guerra sin precedentes, siete millones de desplazados y 27 millones con insuficiencia alimentaria. ¿La razón? El control y explotación de las minas de cobalto, mineral indispensable para nuestras baterías. Una nueva tierra de sangre, invisibilizada una vez más.

Search