Iñaki Egaña
HIstoriador

El espíritu de la navidad

A pocos kilómetros del distrito financiero de Ciudad el Cabo se alza un lugar llamado «Seepunt», el área residencial de los pudientes. Tienen lo que necesitan, sin el requisito de salir de su entorno. Desde farmacias, médicos e iglesias, hasta comercios de todo tipo, pasando por escuelas y entidades financieras. Con sus clubes selectos. El gueto de los acaudalados. Uno entre cientos, el de los ricos, blancos con sus derechos intactos. Otros se reparten por el país, comunicados por autopistas que se alternan como islas, y encerrados con muros de cemento de alturas inalcanzables. Celebran sus fiestas, el adviento, el santoral, quizás hasta el Day of Goodwill (Día del entendimiento). También la navidad.

Sudáfrica es el Estado del mundo con mayores desigualdades económicas, es decir, la brecha entre ricos y pobres es bestial. Soweto no es historia, es presente y, desgraciadamente, futuro. Como en Ciudad del Cabo y Sandton en Johannesburgo, el universo cercano está plagado de estos cayos que se reparten por el planeta. El Garden City en Egipto, la Palm Jumeirah de Dubái, Abuja en Nigeria, Belgravia en Londres, las Lomas de Chapultepec en Ciudad de México, Tribeca en Nueva York (donde, por cierto, reside Robert de Niro, el mismo que ha construido un hotel frente a la bahía donostiarra de La Concha saltándose las normas urbanísticas y recibiendo un cachete amistoso del Consistorio)... Recuerdo, que cuando ya hace unos años, con el desaparecido Periko Solabarria subí a la casucha en las alturas de Triano donde se apiñó de niño con sus hermanos sobreviviendo al invierno, sin luz, ni gas, con un acceso en los días de lluvia enlodado, contaba cómo, desde aquella atalaya, observaban absortos los destellos que irradiaban las luces de la margen derecha. Allá, al fondo, junto a la desembocadura de la ría, las familias de Neguri, banqueros, empresarios, jefes mineros, degustaban la vida y ejercían el derecho universal al bienestar. La comodidad que ofrece el peso del dinero.

En estas fechas, los guetos de los ricos implosionan. Las urbes de Occidente manifiestan su prosperidad, exportando al resto de mortales su acalorado consumismo. Para que ellos sigan saboreando las exquisiteces de la existencia, la pirámide social que desciende desde su posición debe contribuir al mercado. Y la Navidad, alargada ya en este siglo XXI desde Halloween y el Black Friday, se abre paso con su fasto abanico de neón.

Como si el planeta fuera nuestro, aquella cristiandad criminal que se expandió desde Europa hacia EEUU, Canadá, Australia y Nueva Zelanda y otras áreas de influencia, América particularmente, retoma cada año un hipócrita espíritu navideño. Un programa de Inteligencia Artificial me traslada a la frase de un tal McKay para definirlo: «El espíritu de Cristo que ilumina nuestro corazón con amor fraternal y amistad y que nos inspira a rendir actos bondadosos de servicio».

Una tremenda y ñoña estupidez. Porque el tan manido espíritu navideño no es sino una muesca más en el cuento perpetuo de la dominación de una cultura que ha puesto a la humanidad al borde del abismo a través de su hegemonía económica. Una extensión modernizada del civilizado frente al bárbaro.

Es cierto que Occidente alumbró luchas, movimientos, pensadores, revolucionarios. Pero el ombligo del mundo no está en los Campos Elíseos de París, la Quinta Avenida de Manhattan, el Paseo de la Fama de Hollywood o en la calle Cristóbal Colón de Getxo. El corazón del planeta se encuentra en la banlieue de las ciudades francesas, en los quarteri periferici italianos, en las villas miseria argentinas, en las favelas brasileñas, incluso en los problemomrade suecos. Pero, y, sobre todo, en ese planeta invisible que no cuenta monetariamente. Que no percibe los signos de las luces navideñas. En ocasiones, porque no pertenece a esa navidad occidental al sorber de otras culturas, también religiosas –mayoría en el mundo–, en otras porque su esperanza es llegar a conseguir comer al menos una vez al día. Y, a ser posible, beber agua no contaminada.

Hoy, el espíritu navideño solidario y fraternal pasa de largo del genocidio en Gaza, donde los buldóceres sionistas entran a saco en las ruinas de los hospitales para enterrar a heridos y moribundos, mientras los soldados que los acompañan se embriagan de placer ante la muerte de los infrahumanos. Las bolas coloridas de los árboles de la Pascua postergan la terrible desigualdad de nuestra especie que llamamos humana. El 1% más rico ha acaparado casi dos terceras partes de la nueva riqueza generada desde 2020 a nivel global, casi el doble que el 99% restante de la humanidad. Nos dice Oxfam que con la aplicación de un impuesto a la riqueza de hasta el 5% a los multimillonarios, 2.000 millones de personas saldrían de la pobreza.

Alimentación, energía, armamento, construcción, farmacéutica… empresas que multiplican sus beneficios. La especulación y el capitalismo financiero, la inducción al alza de lo básico para la vida, se han apoderado del destino. Un empresario de Madrid ha pagado tres millones de euros para que su madre viva holgadamente en Donostia, mientras en la misma ciudad, voluntarios reparten en distintos barrios todas las noches alimentos a cientos de los que no tienen recursos, la mayoría durmiendo en la calle. Guetos entre el lujo, bajo las luces navideñas, la noria armada y el pintxo turístico.

Más allá de estos guetos, los «hiperguetos», la marginalidad invisible sin contabilizar, ese 85% por ciento del llamado «homo sapiens» que vive diariamente con la mitad de lo que cuesta una botella de champán de las muchas que se descorcharán en las fiestas navideñas. más de 16.000 niños mueren diariamente por hambre, frío o enfermedades que en Occidente ni siquiera necesitarían una consulta médica. Sin embargo, los altavoces de «Seepunt», las resonancias del espíritu navideño, nos atosigarán con más y más sandeces sobre la solidaridad, hasta que el 2 de enero volvamos a una nueva rutina.

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