Oskar Fernandez Garcia
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación

El indestructible paradigma religioso

A finales del mes de noviembre, el lehendakari de los tres territorios vascongados, volvía a jurar su cargo, tal y como lo hizo en 2012, repitiendo la misma fórmula de aceptación y compromiso con el cargo asignado: «Humilde ante Dios y la sociedad, en pie sobre la tierra vasca, y bajo el roble de Gernika…»

La fórmula, deliberadamente empleada, no es irrelevante, intranscendental ni mucho menos innocua. Nombrar en semejante e importante acto público y laico la existencia de Dios y encima anteponerla a la mismísima sociedad, supone una vuelta, un retroceso, un viaje vertiginoso y dantesco a una serie de creencias ancladas en la noche de los tiempos, que sobrevivieron durante la Antigüedad Clásica y que causaron tanto dolor, oscurantismo y cruel brutalidad durante la Edad Media, abarcando también la Edad Moderna y evidentemente, también la contemporánea.

Creencias religiosas, que siguen imponiendo la existencia de Dios como verdad axiomática, irrefutable y paradigma para el ser humano en cualquier actividad independientemente del ámbito en el que se desarrolle, social o privado.

John Allen Paulos en su libro “Elogio de la irreligión” expone brillantemente «…por qué los argumentos a favor de la existencia de Dios, sencillamente, no se sostienen.» No es baladí, sino absolutamente necesario, recordar lo que aquel gran historiador, filósofo, abogado y escritor, uno de los principales representantes de la Ilustración, Voltaire, opinaba sobre esta cuestión «…quien nos hace creer en cosas absurdas pronto nos hará cometer atrocidades…»

El mero hecho de nombrar la existencia de Dios, en un acto de semejante relevancia y difusión mediática, supone transformar la realidad social, histórica, científica y metafísica en aras de una creencias que a lo largo de miles de años han dejado, de forma directa o indirecta, un reguero de cadáveres incalculable e inabarcable a lo largo de los cinco continentes, que han sometido a millones de seres humanos a la esclavitud, al exterminio físico y cultural, a la ignorancia, a la estulticia, a la alienación, al pensamiento acrítico y abúlico. Implica, igualmente, intentar adaptar y transformar e interpretar una realidad conforme a los parámetros de unas creencias religiosas, tal y como hizo, hace diecinueve siglos, Ptolomeo, mediante su visión cosmogónica; que concebía el universo conocido tal y como habían dictaminado las llamadas “Sagradas Escrituras”, y que imponían al ser humano una serie de pautas, modelos, dogmas y creencias en todos los ámbitos de la vida y campos del conocimiento.

Semejante actitud irresponsable, inaudita e increíble supone nuevamente, al igual que hizo la Inquisición, relegar una vez más al ostracismo las teorías de Aristarco de Samos, la primera persona, que se conozca, que propuso el modelo Heliocéntrico; intentar obstaculizar la divulgación de los descubrimientos y libros de Nicolas Copérnico, llevándolos nuevamente al índice de libros prohibidos; someter una vez más a Galileo Galilei ante los intransigentes, intolerantes y fanáticos tribunales del Santo Oficio. Igualmente implica obviar, relegar y menospreciar las ansias del ser humano en busca de nuevos paradigmas, donde la razón, el empirismo y el pensamiento libre, critico y analítico den lugar a la aparición de una nueva persona, libre de toda traba de origen teológico. Supone deliberadamente invisibilizar el Renacimiento, el Humanismo, la Ilustración… para desembocar conscientemente en el Creacionismo o en el Diseño Inteligente, dos concepciones del mundo muy similares e igualmente aberrantes y acientíficas.

En 1844 Karl Marx escribía con una extraordinaria lucidez y clarividencia, máxime teniendo en cuenta su juventud: «La religión es una forma de alienación porque es una invención humana que consuela al hombre de los sufrimientos en este mundo, disminuye la capacidad revolucionaria para transformar la auténtica causa del sufrimiento (que hay que situar en la explotación económica de una clase social por otra), y legitima dicha opresión. La religión es el opio del pueblo»

Los cuadros dirigentes del PNV han mantenido desde siempre una estrecha y simbiótica relación con la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Desde la instauración de la primera legislatura del Parlamento de tres territorios de Hego Euskalerria en 1980, el continuismo teológico -mostrando para la ocasión una faceta más amable, abierta y tolerante- ha sido la norma imperante y dominante.

Así como desde el ámbito sociopolítico la llamada «transcición española» no supuso ni conllevo ningún proceso sociológico, político o económico de transformación evidente y manifiesta de una sociedad, sometida a una brutal dictadura fascista, a una sociedad libre para decidir su futuro, sus formas de gobierno y participación; libre y con capacidad de decisión para establecer un marco justo y equitativo de relaciones laborales; libre para gestionar y decidir la forma de organizar su territorio y comunidades… Desde el ámbito de las ideas religiosas, en este caso las relacionadas con la Iglesia Católica, tampoco experimentaron, realmente, ningún cambio significativo.

El Nacional Catolicismo intolerante, dogmático, intransigente e inflexible, durante largas, dilatas y obscuras décadas había sumido a la población - con la connivencia directa y entusiasta de la brutal y asesina dictadura fascista del régimen franquista, - a un estado psicológico de dependencia enfermiza, mediante la imposición sistemática y férrea de toda la doctrina católica y la imperiosa y obligatoria necesidad de acudir y guardar las formas ante todo tipo de ritos, eventos, manifestaciones, conmemoraciones, canonizaciones…

El adoctrinamiento y adocenamiento de las mentalidades se llevaba a cabo desde los primeros años de la infancia y a lo largo de toda la vida. No había forma de eludir semejante pesadilla, descomunal losa y escrutadora y obsesiva mirada religiosa que perseguía inquisitorialmente a la ciudadanía, inmiscuyéndose en todos los ámbitos de la vida de la persona: en el social, laboral, personal, familiar, académico, cultural, de ocio, etc.

Nadie fue capaz ni quiso poner a la Iglesia Católica en el lugar en el que debiera estar: absolutamente alejada de la sociedad civil, y exclusivamente representada y sostenida por sus fieles creyentes. Evidentemente, tampoco, ninguna institución laica, democrática y representativa quiso acabar con el estatus social y privilegios de la mencionada institución religiosa.

Durante diez legislaturas, del Parlamento vascongado que abarcan más de un extenso y anodino cuarto de siglo, todo tipo de cargos institucionales han acudido a los más diversos eventos eclesiásticos a lo largo y ancho de los tres territorios mencionados, mostrando de manera clara y meridiana su inclinación preferencial por una opción, del ámbito de las creencias atávicas, irreflexivas y alienantes, ajena absolutamente a su ámbito laico de actuación.

El Propio Parlamento del susodicho conjunto de territorios está presidido por una escultura, de Néstor Basterretxea, que recuerda alegóricamente la dilatada connivencia entre los dos poderes: civil y eclesiástico. Ambos han cercenado la vida y la esperanza de la humanidad.

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